jueves, 26 de noviembre de 2015

Teresa de Jesús


            Teresa de Cepeda y Ahumada era una mujer de fuerte personalidad, tanta como para ser capaz de afirmarse en una sociedad que no aceptaba a las mujeres fuera del hogar. Sus dos ramas familiares procedían del ámbito de los judíos conversos, ello le daba la ventaja de pertenecer a un medio acomodado, por contra le hacía sospechosa de no ser buena cristiana. Su abuelo había sido reconciliado por la inquisición de Toledo. ¿Qué opciones tenía, Teresa, para escapar al mundo de los pucheros y de los niños, en una sociedad misógina, donde por ser conversa estaba vigilada por la inquisición, donde las mujeres debían someterse a la autoridad del confesor, y a menudo a sus abusos, donde tanto contaba la opinión de los demás en forma de lo que entonces se entendía por honra? Para muchas mujeres hacerse monjas era una salida, en el monasterio encontraban la única libertad posible en un mundo de hombres. Pero una persona cuyo ideal fuese la virtud renacentista, ¿podía conformarse con esos conventos relajados donde las damas monjas tenían su apartamento, su cocina, su salón y sus doncellas, sin hacerse violencia? Teresa aspiraba a vivir una vida verdadera como tantos otros en su época en que las ventanas del mundo empezaban a abrirse. Es la época de los reformistas de Lutero y los de Erasmo, de los alumbrados y los místicos, de las beatas y de los aventureros. Teresa pudo haber sido cualquiera de ellos o todos a la vez. Al final, poco después de morir, la convirtieron en santa pero bien pudo haber caído en las garras de la inquisición como tantos a los que ella conoció. Le fue de un pelo.

            De su malestar interior, de la incomodidad de ser mujer en una época tal, dan cuenta muchos episodios de su vida, en especial sus muchas y crónicas enfermedades que se han interpretado como procesos de psicosomatización. Quiso salir de aventura misionera con su hermano Rodrigo de muy niña, escapó al convento de la Encarnación en una llamada primera conversión, a los 24 años sufrió un violento paroxismo que la tuvo en coma durante cuatro días. Si no es por el padre, “Esta hija no es para enterrar”, la hubiesen enterrado viva. Tardó tres años en reponerse. Sufrió durante toda su vida cuartanas, dolores de cabeza, fiebres, malestar en la garganta y bronquios, vómitos constantes durante 20 años, quijadas, parálisis temporales violentos, trastornos menstruales y, por fin, un cáncer uterino del que murió por fuerte hemorragia. Ese estado de malestar, por el contrario, fue una fuente de energía inagotable. Sus compañeras del monasterio de la Encarnación (Avila) se quejaran de ella por “querer singularizarse”. La respuesta ante ese malestar fue doble, el deseo de sosiego y quietud, por un lado, y, por otro, la desazón y la ansiedad que no le dejan estar quiera.

            En 1554 se produce la llamada segunda conversión, cuando vuelve al monasterio, coincidiendo con la lectura de las Confesiones de San Agustín. Comienza el peculiar modo de Teresa de entender la oración, la oración como arte de mar, que a tantos atrapaba en el siglo XVI, un impulso de deseo amoroso, de relación afectiva, que enlaza con la práctica neoplatónica y gnóstica de principios del cristianismo, con la absoluta quietud de los monasterios del Sinaí y Monte Athos, con prácticas respiratorias asociadas al nombre de Jesús. Teresa irá perfeccionando el método del recogimiento del siglo hacia el vacío completo de uno mismo para alcanzar la contemplación y la unión mística. Lo practicará, escribirá sobre ello y comenzará a vivir una experiencia propia, intransferible, la vida mística, en la que habrá dos momentos extraordinarios, el llamado de la transverberación, cuando un ángel le atraviesa el corazón con un dardo de oro con punta de fuego y la terrible visión de 1560 cuando se sintió literalmente metida en el infierno. Una vida mística de raíz corporal e intensa calidad afectiva, donde el “yo” desaparece para dar lugar a visiones y audiciones en las que siente a Cristo, “aunque no le ve, ni con los ojos del cuerpo ni del alma”, una visión intelectual. El fruto de esa vida contemplativa será su aventura de las fundaciones.

            En 1559 suceden tres hechos que muestran el estrecho velo que separaba la ortodoxia de la heterodoxia: los autos de fe de Valladolid y Sevilla, la prisión y proceso del arzobispo de Toledo, fray Bartolomé de Carranza, y la publicación del Índice del inquisidor Fernando de Valdés. Son esos años de auge de las distintas corrientes de espiritualismo (recogidos, erasmistas, reformistas, alumbrados, beatas) que afectaban por igual a hombres y mujeres y que eran una vía para saltar por encima de la encorsetada sociedad de la época, divida por estratos: limpios de sangre y conversos, burguesía procedente de los cristianos nuevos y nobleza, dogmáticos y conversos, hombres letrados y mujeres incultas entregadas a la espiritualidad (Isabel de la Cruz, Magdalena de la Cruz, María Jesús de Yepes, Catalina de Cardona). En el más llamativo de los procesos, el doble de Valladolid, en mayo y octubre, este con la asistencia de Felipe II, que afectó a clérigos, hombres cultos y mujeres, muchos fueron reconciliados, pero 23 fueron agarrotados y quemados. Algunos eran condenados por sus escritos espirituales, otros por su supuesta cercanía al luteranismo. En todo caso ganaron los teólogos dogmáticos como Melchor Cano frente a los reformistas. Teresa vio cuán cerca estaba de la heterodoxia. En realidad podía haber sido condenada por ello. En el Índice fueron prohibidos muchos de los autores que ella leía en romance. La edición de libros de espiritualidad se cortó en seco. En la vida de entonces todo iba encontra de su proyecto pero ella siguió adelante con sus escritos y con sus fundaciones. 

            De la pelea con la ingrata realidad sale una Teresa transformada como escritora y como mujer de acción. Ya mayor, la vemos en carro por los caminos de Castilla, enferma, escribiendo y negociando, comprando las casas que han de transformarse en conventos, venciendo la oposición de la orden de los carmelitas calzados (con la prisión en Toledo de San Juan de la Cruz durante 9 meses), de la propia ciudad donde se instalaba, de los memoriales acusatorios de alguna de sus monjas, con la amenaza de la Inquisición, que mantiene un silencio vigilante “hasta ver en qué para esa mujer”. Hasta la princesa de Éboli se entromete en sus proyectos cuando viuda se hace descalza en Pastrana y denuncia a Teresa ante la inquisición, porque las monjas que allí vivían huyen del convento aprovechando la noche porque soportan a la princesa tuerta. 
           
            Cada uno de los conventos reformados, dice en su biografía Olvido García Valdés es una central de energía espiritual. En sucesivas fases, funda Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes. Después, Segovia, Beas de Segura, Sevilla, Caravaca. Y, por fin, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria, Granada, Burgos. 17 monasterios de carmelitas descalzas y 2 de descalzos, en los que colaborará San Juan de la Cruz.


            No se puede completar la apasionante biografía de Teresa sin mencionar la peculiar relación que mantuvo con el monje descalzo, visitador de la orden, Jerónimo Gracián. Se puede hablar con claridad de enamoramiento, entre dos personas que se llevaban treinta años, un amor que no pasó de platónico pero que queda patente en las cartas que Teresa le dirigía donde habla del deseo de tenerlo cerca y donde le promete obediencia absoluta. La vida de Teresa de Cepeda y Ahumada es tan rica, tan apasionante que merecería una de esas exhaustivas biografías que los ingleses dedican a sus grandes hombres, o mujeres, una biografía que está por hacer.

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