viernes, 27 de noviembre de 2015

El intendente Sansho, de Ogai Mori



            Cuando leemos a un autor extranjero cabe preguntarse hasta que punto el logro, si lo hay, es fruto de la creación original o del traductor. Sobre todo si leemos a un autor clásico. Estos relatos de Ogai Mori (1862 – 1922), agrupados bajo el título de El intendente Sansho, datan de entre 1910 y 1915 cuando las vanguardias que él conoció en Alemania triunfaban en Europa. Mori prefirió traducir a los autores europeos de las décadas anteriores, románticos, realistas y naturalistas, que sirvieron de modelo a los escritores japoneses posteriores. Ogai Mori no escribió más de treinta relatos, aparte de tres novelas fallidas, poemas y muchas traducciones, suficiente para que alcanzase un gran renombre. Junto a Natsume Soseki iba a transformar la literatura japonesa. ¿Qué tienen de especial los seis relatos recogidos en este volumen de la editorial Contraseña?

            En el primero, El intendente Sansho, el más largo, el más complejo, una familia sufre la crueldad del destino. El padre es desterrado a una provincia lejana. La madre, junto con sus dos hijos Anju y Zushio, salen en su búsqueda, pero tienen la mala suerte de caer en manos de mercaderes de esclavos. Anju y Zushio, separados de su madre, trabajan años en la hacienda de un inhumano señor feudal. Planean la huida para reencontrar a sus padres, pero sólo Zushio podrá escapar. La voluntad puede y debe sobreponerse a la naturaleza inclemente  y a la dura sociedad de los hombres.

            En El barco del río Takase, Kisuke viaja en un barco de prisioneros desterrado a la isla de Osaka. Le acompaña el vigilante Shobei. Este se extraña del comportamiento paciente y tranquilo de Kisuke, en todo distinto a su experiencia de vigilante. Por ello le pide que le cuente su vida. El destino se cruzó en la vida de Kisuke que había discurrido sin preocupaciones. Nunca fue codicioso. Kisuke es condenado porque mató a su hermano en circunstancias muy especiales. Su hermano era un enfermo incurable y quiso suicidarse con una navaja barbera. Al llegar a casa le pide a Kisuke que le arranque la navaja que tiene atravesada en la garganta. Si lo hace su hermano morirá, pero si no lo hace padecerá horribles dolores. Una vecina observa la escena. Kisuke es condenado. Shobei se pregunta, ¿es culpable Kisuke?

            En Las últimas palabras, una niña, Ichi, urde la manera de salvar a su padre de una condena a muerte. Tarobei, su padre, es dueño de un barco. Este naufraga y pierde la mitad de la carga de arroz. La mitad que queda la vende y se queda con el dinero para reparar el barco. El dueño del arroz lo denuncia y lo condenan a muerte. Ichi pide clemencia al juez, ofrece su vida y la de sus hermanos a cambio de la de su padre. La administración de justicia, que era bastante primitiva, en palabras del narrador, cumple el deseo de Ichi.

            En Sakazuki, una breve y poética historia, siete niñas acuden a una fuente a beber agua en una pequeña copa sin pie. Ríen, juegan. De pronto se presenta una octava niña, de piel blanca, que les habla en francés. Su copa es menos valiosa, quieren que beba en la suya, pero ella se niega.

            En La señora Yasui, contra toda lógica, una muchacha joven y hermosa, Sayo, se ofrece a casarse con Chuhei, en lugar de Toyo, su hermana, que lo rechaza. Chuhei, el segundo hijo de un hombre rico, es tuerto, bajo, con el rostro picado de viruela, tan feo que le apodan el mono, al contrario que su hermano que es alto y blanco. Chuhei es profesor de confucianismo. Sayo es el ejemplo de la esposa tradicional japonesa, devota de su marido, ejemplo de belleza moral.

            En Historia de Iori y Run, el autor nos propone una biografía de ficción de una pareja que permanece 37 años separada. Iori, al servicio de un Samurái, ve una antigua y hermosa espada y pide prestadas 30 monedas para poder comprarla. En la fiesta de celebración hiere en la frente a su deudor y este muere. Iori es desterrado y Run se ofrece al cuidado de una familia noble. Tras la larga separación se encuentran ya ancianos para vivir sus últimos días como imagen de eterna fidelidad.

            Qué tiene de memorable Ogai Mori para que lo leamos todavía, después de un siglo. La lectura de sus relatos requiere pausa y reflexión, como cuando se miran las estampas japonesas clásicas o se mira el cine de los grandes maestros japoneses o se vuelve a los haikus. En la época en que Mori escribía, los pintores europeos que revolucionaban la forma de mirar se fijaban en las estampas y abanicos japoneses tan de moda para mirar de nuevo, intentando liberarse de la tradición, de los viejas prácticas que se arrastraban desde el renacimiento. Qué veían. Sin duda una aproximación ingenua a la naturaleza, una mirada limpia que hacía que las metáforas, la comparación entre los hechos de los hombres y los acontecimientos de la naturaleza, pareciesen nuevas, inmediatamente comprensibles. La falta de perspectiva en los dibujos, la falta de profundidad en los poemas, o eso parecía, allanaba el camino a una visión más directa, más veraz de las cosas. Monet, Degas, Cézanne aprendieron que podían liberarse de la centralidad de la mirada a que obligaba la construcción de la perspectiva, que podían componer el cuadro de modo que el espectador desplazase la mirada por todo el cuadro, que se podía romper sin temor la escena representada, continuándola fuera del marco, que el color era tan importante como la luz y la sombra para dar volumen, que el espacio vacío lleno de color era tan importante como el lugar donde se situaba el motivo central. Mori refleja esa atmósfera, la de las estampas, la del cine clásico, la ausencia de ornamento innecesario y al mismo tiempo el color en forma de breves frases que sitúan la historia en el paso del tiempo, en el cambio de las estaciones, sugerido por el florecimiento del melocotonero, la caída de las hojas del cerezo, la gran nevada o el viento que comenzó a soplar. La naturaleza cercana aparece yuxtapuesta al discurrir de la vida.


            Pero Ogai Mori, médico militar y funcionario con importantes cargos en la estructura burocrática del ejército japonés, al mismo tiempo, está viviendo el final del largo periodo Edo, los dos siglos y medio, entre 1603 y 1868, en que un Japón feudalizado estuvo aislado del mundo. La vida de Mori discurre en paralelo a la revolución del emperador Meiji (1868 – 1912) cuando Japón, obligado a abrirse, inicia una acelerada modernización. Mori siente nostalgia por el mundo perdido de los valores tradicionales, la fidelidad y el honor del samurai, la mujer devota del marido, los hijos entregados a la autoridad paterna, la compasión, la piedad, la clemencia, a sabiendas, como escribe, que era un mundo con una vida social minuciosamente reglamentada, con una administración muy primitiva en la que se cometían muchas injusticias. Mori busca mantener en la sobriedad de su escritura los idealizados valores de aquel mundo perdido. Paradójicamente, lo que para los pintores europeos era una novedad, para los japoneses era su tradición. En ese momento, en el cambio de siglo, se produjo un trasvase entre las dos culturas, la europea y la japonesa. Las dos salieron ganando.

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