viernes, 18 de septiembre de 2015

Perú. 12. Choquequirao II



            Al día siguiente, tras proveernos de agua a un precio respetable, volvemos a subir para apreciar con más tranquilidad el complejo. Alrededor de la plaza central, los edificios administrativos y las habitaciones de la casta dirigente, un edificio con hornacinas que contuvieron las momias de los personajes importantes, los talleres y depósitos (qolqas), las viviendas de los sacerdotes y, en el cerro más alto, el centro ceremonial, con otra gran plaza, un espacio aplanado, desmochado para el culto, rodeado por un pequeño muro, con una vista de 3600 sobre los apus nevados que lo rodean y abajo el río, el sistema de canales y acueductos que conducían el agua potable desde las cumbres hasta las zonas habitadas y los andenes cultivados, un complejo con nueve sectores, con otros tantos poblados y plazas.


            No había muchos más visitantes aparte de nuestro grupo, cinco o diez personas más, nada que ver con la locura que días después sufriremos en el Machu Picchu. Encuentro un sitio especial es la zona norte, la más alta, con cinco edificios alargados, quizá almacenes, quizá viviendas a las que solo falta el techo de paja, construidos sobre terrazas, a dos niveles, un templo y una plaza. Entro en uno de ellos y me siento en uno de sus muros, con los pies colgando sobre el Apurímac, allá abajo, un acantilado de varios cientos de metros de profundidad. El grupo se ha quedado en la plaza comiendo el snack de media mañana. Saboreo la soledad, la vista sobre las cimas, pocas de ellas conservan ya la nieve, el abismo sonoro sobre el Apurímac, “el gran hablador” o “dios que habla”,  que lleva sus aguas al Ucayali y este al Amazonas y por fin al Atlántico. Los incas encontraron el modo de dominar el mundo construyendo ciudades en las cimas más altas, donde todo quedase a la vista, el apu y el precipicio, las terrazas de cultivo y los campesinos sometidos. Hemos tenido mucha suerte, este era el momento de visitarlo antes de que la carretera y el teleférico, anunciados para finales de 2015, llene de turistas, 400 por hora es la previsión, este hermosísimo lugar.


            La bajada puede ser un disfrute. Me gusta bajar, si tengo las rodillas en forma y la hernia discal no me da guerra. Me gusta correr bajando porque me cansa menos y lo hago más rápido, parando en los miradores para seguir con el espectáculo de los Andes, el vértigo del cañón. Veo sufrir a la gente que sube en este viernes transitado, como yo sufrí hace dos días. Un grupo de argentinos, otro de brasileños con rostros desencajados, incrédulos cuando se les dice que todavía les queda tanto, una, dos, tres horas. Un grupo de colegiales desparramados con cara de intenso sufrimiento, que vienen a celebrar el fin de curso. Un mexicano con camisa blanca y botas de caña alta, color carmelo, montado a caballo, acompañado por un guía, bien amarrado a las riendas, los cascos rechinando contra los escalones de piedra. Así durante el primer tramo, hasta Santa Rosa, donde Celso tiene preparado el almuerzo del día, ya se sabe, arroz con trozos de carne y jugo indefinido. Media docena de hombres, guías y campesinos, se arremolinan alrededor de una jarra de chicha morada, la bebida de maíz propia de los Andes. Zugar nos señala un trapo rosa al final de una vara, aquí hay chicha preparada. Lo veremos durante todo el viaje. Luego, por la tarde, otra vez a bajar, hasta la playa Rosalina, en la orilla misma del Apurímac, donde las tiendas debían estar listas, pero aún no lo están cuando yo llego, Celso y Ángel están cansados, dicen, otra vez con el sol caído tras las imponentes montañas. Una osadía ducharse con agua fría, a oscuras, los mosquitos zumbando. Una sola llave abre y cierra todas las duchas, o todos se duchan o nadie se ducha.


            Tras el desayuno del último día, llega uno de los peores momentos, acertar con el dinero que hay que repartir con aquellos que lo esperaban. María y yo discutimos al respecto. No creo que acertáramos, yo no quedé satisfecho. No me gustan las propinas, no sé si el que las recibe se siente humillado, yo cuando las doy paso un mal trago. Nos despedimos, con el dinero en el apretón de manos. Abrazamos a Sunny y Gloria, los malayos, a Rolando, a Ángel y a Celso. María, Zugar y yo iniciamos la última zigzagueante subida, la interminable pared en la que se dibuja una herida que parece trazada por la espada del zorro. Chikiska, Cocamasana, Capuliyoz, Cachora. A unos ingleses que se preparan para iniciar la ruta les señalamos la v que a lo lejos, en las cimas, indica el lugar exacto de Choquequirao. Good luck.


            La vuelta a Cuzco es una especie de carrera enloquecida. El joven taxista parece tener prisa por llegar a una fiesta, pero el coche se le resiste. Acelera por la carretera de polvo y piedras, pero tiene que parar varias veces porque algo suena mal y no ve qué pueda ser. Una rama atascada entre las ruedas. Adelanta sin miedo, sobrepasa todas las advertencias de velocidad. María y yo cansados, no prestamos atención a sus locuras.

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