lunes, 14 de septiembre de 2015

Perú. 10. Preparando el trekking con Hilaria

         

             Llegamos a uno de los momentazos del viaje, el trekking a Choquequirao, el Machu Picchu escondido, aún no hollado por los turistas. En los días pasados hemos ido sabiendo de su dureza, tanta que Rosa ha decidido, sorda a las súplicas, no hacerlo. Eso supone que si solo quedamos dos el coste será mayor. Por suerte otra agencia va a acoplar a dos personas más al grupo. Nuestra agencia en Cuzco es Aita, Perú. Hilaria es amable hasta el exceso, simpática, sonriente, un poco rellenita, quizá como consecuencia de su reciente parto, y un punto sensual. Lleva la agencia con soltura y un don en el trato que facilita la buena marcha de su agencia. Su marido, con sonrisa zalamera, merodea como un empleado más. En la despedida habrá abrazos y besos, y bien que nos los habremos ganado después del buen negocio que hizo con nosotros. Con ella contratamos, además del trekking a Choquequirao, la ruta por el Valle Sagrado, la vuelta en taxi a Cuzco desde Machu Picchu y, por fin, en el último suspiro, la misma mañana en que partíamos hacia la selva, el pack de Tambopata. Una pasta.


             Hilaria nos presenta a Celso, el cocinero tímido que alarga una mano ancha y húmeda, un Celso muy distinto del bien humorado y algo cínico que conoceremos en ruta hacia Choquequirao. Hacemos las cuentas en dólares y en soles. Yo prefiero acudir al cajero y sacar dólares porque Hilaria ha jugado con el cambio a su favor. El cajero de la Plaza de Armas me rechaza la tarjeta que he utilizado todos los días. Pruebo otro banco y sucede lo mismo. Es muy tarde y la agencia está a punto de cerrar. Recuerdo que tengo otra de otro banco que nunca uso.

            A la vuelta, al otro lado de la mesa, con piel cetrina, ojos somnolientos y una camiseta que no se cambiará a los largo de los días, me espera el guía, que me comenta con desgana la ruta que habremos de seguir. Yo solo veo un pequeño mapa y la línea roja que Rolando, así se llama, va trazando sobre el papel. Los nombres solo adquieren significado cuando acumulan la ganga que les añade el tiempo y la circunstancia. Estoy sólo frente a él, María ha preferido visitar un imprescindible mercadillo, otro más, en el que espera encontrar gangas irrechazables. Rosa, desenganchada, a lo suyo. Rolando me avisa que los otros dos integrantes del grupo del trekking son dos jóvenes americanos en forma. En fin, información prescindible, aunque pronto comprendo que la finalidad del briefing, así lo ha denominado Hilaria, con lo fácil que sería decir breve charla informativa, es ponerme al tanto de los extras. Es costumbre, me dice, dar un extra a los trabajadores del grupo. Me detalla las cantidades, que no son pequeñas, en orden decreciente para cocinero, mulero y segundo guía. Aunque nada dice de sí mismo, se da por supuesto que el recibirá la cantidad mayor. Cuando se despide y se va, le expongo mi perplejidad a Hilaria. El paquete del trekking no es nada barato, aunque el coste ha bajado algo con la suma de los dos americanos. Hilaria y su marido estallan en risas que simulan carcajadas. El guía estaba bromeando, cosa que a mí no me ha parecido en ningún momento, cada uno recibe su paga y las propinas sobran, al menos no en las cantidades que Rolando ha fijado. Ya sé pues a qué atenerme, todos esperan que al final del viaje aflojemos una vez más el bolsillo. Todos los guías, en todas las excursiones, largas o breves, desde el humilde tour por la ciudad hasta el que dura varios días, hacen algún comentario al respecto, aunque casi siempre no nos demos por enterados.


            A las seis de la mañana, un cuatro por cuatro nos espera a la puerta de la Posada del Viajero. Así conocemos a Sugar, el guía acompañante. Luego nos aclarará, ante las bromas, que es Zugar, con zeta. Zugar se mostrará atento y discreto durante todo el viaje. Si alguien merece el extra será sin duda él. Si hay dos guías, nos explican, es porque la otra pareja que pronto conoceremos hace el trekking en cinco días en vez de en cuatro. Zugar nos acompañará a María y a mí de regreso. Nos advierten que el precio que han pagado nuestros compañeros es muy diferente del nuestro y que por favor no lo cometemos. Pronto se desvela la intriga: ni son jóvenes, ni norteamericanos. Son Sunny y Gloria, dos malayos de edad mediana que hablan un inglés difícil y que son consumados senderistas. Han hecho trekking por medio mundo, en muy diferentes épocas del año, lo que parece indicar que tienen una profesión liberal y que les sobra el dinero.


            El viaje en el cuatro por cuatro hasta Cachora, primero por una carretera de asfalto llevadero, después por una pista pedregosa y polvorienta, dura tres horas y media, con parada en Curahuasi para desayunar. En un restaurante abierto al viento fresco de la mañana tomamos un desayuno americano con huevos revueltos y ese café negro negro servido en una jarrilla que aún diluyéndolo en agua la leche no blanquea. Las demás mesas se llenan pronto por un tropel de adolescentes educados, guiados por un maestro serio. Su almuerzo mañanero es contundente, un plato con una taza de arroz blanco y un puñado de tiras de carne color canela acompañada de verdura y fruta pasadas por la sartén. Compramos plátanos y barritas de maíz. Ángel, el mulero, aunque ellos prefieren decirle arriero, nos espera en Cachora. La intendencia, tiendas, cacharros de cocina, alimentos, pasan del cuatro por cuatro a las mulas. Nos ponemos en marcha hacia la experiencia más intensa y memorable del viaje.


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