miércoles, 19 de agosto de 2015

He aquí los hechos, amigo, y debo tener fe en ellos



            De los dos grandes proyectos de la ilustración, la igualdad es el más seductor y el que parece más fácil de alcanzar. En él confluyen la esperanza, el resentimiento, el deseo de justicia, el de venganza. La libertad es una proposición a largo plazo que exige la implicación personal, libertad y responsabilidad van de la mano, el hombre libre se empeña, actúa. La igualdad es igualmente difícil de conseguir, pero la gente está dispuesta a creer que hay atajos, un camino corto para establecer un rasero que iguale a los hombres. Ese rasero se llama revolución. La tercera aspiración ilustrada, la fraternidad es un simple anhelo del espíritu, una exigencia retórica del discurso, benevolencia.

            No es extraño, pues, que los reclamos mesiánicos de los movimientos milenaristas que de tanto en tanto descienden desde la montaña a las plazas tengan eco en seguida. La aspiración a la igualdad es universal y mantenida en el tiempo. Pero en todo movimiento mesiánico hay trampa, bajo el voceo de la igualdad se esconden no solo el afán de poder absoluto (asaltar los cielos) sino los intereses personales, materiales y espurios de almas podridas. Cuando nos plantean soluciones fáciles, sencillas, inmediatas, en blanco y negro, sabemos que no son honestos, que su mente está sucia, ¿pero cuántos están dispuestos a aceptar las consecuencias de saberlo?, ¿cuánta mierda estamos dispuestos a tolerar a cambio de alcanzar el bien supremo de la igualdad?

            En el discurso de los milenaristas se vuelve a oír el mensaje evangélico, se proclaman amigos de los pobres y de los desahuciados, se ofrecen cuando obtienen el poder a preservar partidas enteras para practicar la caridad pública, aunque pocas veces se hacen eco de este pasaje de Pablo de Tarso: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero cuando llegué a ser hombre, dejé las cosas de niño”. El mesías de la nueva iglesia prefiere que sus feligreses sigan siendo niños. Pero ya somos adultos, nadie puede llamarse a engaño, ¿quién puede proclamarse inocente si sabe algo de historia?


            La realidad es siempre molesta, o termina por serlo cuando el aturdimiento amoroso ceja o cuando la ensoñación se desvanece. El despertar funesto es el precio que pagamos por ser más que animales, por aspirar a dioses, por querer asaltar los cielos.

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