jueves, 4 de junio de 2015

Distintas formas de mirar el agua, de Julio Llamazares



            La acción es muy sencilla, breve y escueta. Un hombre mayor muere y sus allegados se congregan para arrojar sus cenizas a un pantano de la montaña leonesa, donde antiguamente estuvo su pueblo, Ferreras, hoy sumergido como otros, Vegamián, por ejemplo, el pueblo de Julio Llamazares, autor de este libro. El libro se compone de dieciocho breves capítulos, en los que cada uno de los familiares asistentes, la esposa, los hijos, los nietos, yernos, nueras y hasta la novia italiana de un nieto registran el hecho con ligeras variaciones donde se conjugan el recuerdo del muerto y la afinidad con la comarca sumergida. Cuando el valle fue cubierto por las aguas, la familia se trasladó a una laguna de Tierra de Campos, la laguna de la Nava, en Palencia, donde el Estado les compensó con tierra y casa por lo perdido. Pasado el tiempo los hijos se fueron dispersando, Palencia, Santander, Valladolid y Barcelona, dejando solos a los padres con Agustín, el hermano soltero y algo simple a quien desde siempre trataron con especial cuidado. Precisamente, el capítulo dedicado a Agustín, el penúltimo, es el más logrado. Su voz consigue singularizase hasta el punto de presentir en la lectura su particular cadencia, como si alguien nos la recitase al oído. Su tono emotivo es el único que de verdad nos aproxima a Domingo, el padre fallecido, a quien vemos revivir en el banco de las herramientas cuando, la misma mañana del entierro, se le aparece para decirle que siempre estará ahí para ayudarle en lo que sea. Llamazares opta por no diferenciar el resto de las voces con lo que los demás monólogos resultan algo reiterativos, a pesar de ligeros matices que tienen que ver con el devenir de la propia vida de los diferentes personajes. Todos muestran la distancia hacia el padre y abuelo que en los últimos años, perdida ya la cabeza, había ingresado, junto a la esposa, en una residencia. También hacia el valle sumergido del que ahora admiran el imponente paisaje, el cielo y las peñas reflejándose en el agua quieta.


            El autor se borra tras sus personajes, aunque no puede evitar el tono nostálgico, la herida que dejó en su infancia la pérdida de su pueblo borrado por las aguas que ahora, cuando arrojan las cenizas del padre, cada uno mira a su manera. El libro se cierra, a modo de contraepígrafe, con una cita de Juan Benet, el ingeniero que diseñó el embalse del Porma, que le sirve a Llamazares para tomar una suerte de venganza, pues en ella el escritor ingeniero muestra cómo no supo apreciar la belleza de la comarca que anegó: «Todo el aire de esa región queda reducido a bien poco: una sierra al fondo, una carretera tortuosa y un monte bajo en primer plano...». Cuando los pueblos de la comarca, Vegamián, Campillo, Ferreras, Quintanilla, Armada y Lodares desaparecieron bajo las aguas del embalse, en 1968, Julio Llamazares, nacido en 1955, hijo del maestro de Vegamián, ya había abandonado el pueblo de su infancia. Ese suceso ha quedado en su memoria como motor de parte de su obra.

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