La venganza de la geografía. “Lo que
los mapas nos dicen acerca de los conflictos que vienen y la batalla contra el
destino”.

Admira uno el
gran esfuerzo de estos estudiosos por atrapar la historia privilegiando un solo
factor para comprender la causa de los cambios profundos (“La única cosa
perdurable es la posición de un país en el mapa”), aunque cada dos por tres
proclamen que son antideterministas. Como niños, juegan con grandes conceptos de
su invención, Isla Mundial, Corazón Continental, Anillo o Satélites
Continentales como si sólo enunciándolos bastase para dar sustento a sus vastas
construcciones. Así, por ejemplo, la gran expansión rusa hacia oriente tuvo que
ver con su falta de defensas naturales ante enemigos externos, europeos u
orientales, de modo que la única solución para defender sus grandes llanuras y
mesetas fue seguir expandiéndose. Y, sin embargo, prosigo en la lectura de sus
muchas páginas porque hay algo de adictivo en estos edificios lógicos, un remanente
de verdad que nos ayuda no a comprender mejor el pasado sino a tratar de ver
con claridad en el confuso mundo en que vivimos y en el que tenemos por
delante. No importan los errores en sus predicciones: la decadencia del imperio
Británico, la caída del muro en el 89, el escaso papel que le adjudicaron a
China, el auge reciente del islamismo. En su afán por privilegiar la geografía,
han desdeñado o conferido un lugar secundario a los movimientos demográficos, a
la explosión tecnológica, al surgimiento de nuevos agentes inesperados: Brasil,
Nigeria, India, así como otro determinismo del que apenas son conscientes, los
prismáticos empañados al mirar siempre desde una perspectiva británica, en el pasado, estadounidense en la actualidad, pues casi todos estos
especialistas son anglosajones.
Quién no
querría saber qué será de territorios esponjosos como la frontera entre EE UU y
México, geográficamente unidos aunque aparentemente diferentes económica y
culturalmente –hay quien apunta a que el sur de EE UU y el norte de México
formarán en 2080 la República del Norte-, pues tiene EE UU su mayor problema en
esa frontera demográfica de Centroamérica más que en los lejanos Afganistán y
Pakistán; qué será de la Amuria
siberiana, de la Mongolia o la Manchuria chinas, territorios bajo influencia
china o rusa; ¿conseguirá India convertirse en un agente mundial, si antes es
capaz de convertirse en un estado que domine su vasto interior?, o Europa, ¿qué
será de la Europa ensimismada, sin otro enemigo aparente que la inmigración que
procede de la explosiva demografía del sur del Mediterráneo, si acaso es capaz
de hacer confluir antes sus disimilitudes internas? ¿Y Turquía o Irán o Arabia Saudí
asentadas sobre plataformas singulares, tan poderosas en el pasado?, ¿o
tendremos que hablar de países nuevos con fuerza como para dejar oír su voz:
Kazakhstan, Laos, o de esos otros incapaces de crear un Estado, como Pakistán o
México?
Cómo no
reparar en la siguientes frases: “¿Cómo se prepara EE UU para una salida
prolongada y elegante como potencia dominante?”, del propio Kaplan, o esta de
Arnold Toynbee: “Cuando la frontera que separa sociedades con distintos niveles
de desarrollo deja de avanzar, no se alcanza un equilibrio estable, sino que,
con el paso del tiempo, la balanza se inclina a favor de la sociedad más
atrasada”, para pensar en el destino de EE UU con relación a México o el de
Europa, y la propia España, con relación a Marruecos o a todo el arco sur del
Mediterráneo.
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