lunes, 9 de marzo de 2015

La estetización del mundo, de Lipovetsky y Serroy

         
            ¿Todo está perdido? ¿Cuándo la humanidad y la tierra no han estado sometidas a un peligro definitivo? ¿Cuándo no ha habido profetas que han exagerado los peligros y sobrecargado la mochila de la culpa que el hombre lleva consigo? Porque los profetas además de exagerar tienden a fortalecer su preeminencia acusando al hombre de las catástrofes venideras. La amenaza de la ecosfera, las crisis financieras, la inseguridad, la contaminación de las megalópolis, la existencia descorporeizada del mundo digital. Pero hay una forma sosegada de ver las cosas, aquella que sin despreciar los peligros analiza y propone. Es lo que hacen los científicos cuando señalan el mundo y los sociólogos cuando describen el comportamiento humano. Es lo que hace Gilles Lipovetsky, en este caso en compañía de Jean Serroy en La estetización del mundo, una especie de tratado sobre el capitalismo tardío que resume sus libros anteriores. Tras anteriores fases basadas en la producción cuantitativa de mercancías habríamos llegado a una producción cualitativa en la que se tiene en cuenta el gusto del consumidor, al que se intenta seducir apelando a su libertad de opción. Aunque se sigue manteniendo la producción masiva y persiste el hiperconsumismo, los productores ofrecen cada vez más mercancías con procesos estéticos diferenciados y continuamente renovados, donde el consumidor puede seleccionar y darse el placer de elegir. Este tipo de producción, en la que los empresarios se ven a sí mismos como creadores y artistas y a sus productos como objetos valiosos y casi únicos, ofrece al consumidor la conciencia de comportarse como un homo aestheticus, en su sentido griego, tocado por las emociones, la percepción, la sensibilidad.  Porque la característica definitoria de esta fase del capitalismo sería la de la estetización de la vida, en la que la cultura o los productos como objetos culturales han desplazado a las fases anteriores dominadas por la producción de materias primas, de productos industriales o de servicios. Consumir ahora es una experiencia estética que entretiene, divierte, ofrece ambientes y emociones diversos. “La fase cultural del capitalismo se rige por una lógica de la performance, en el sentido artístico del término” (J. Rifkin). Un proceso que ha transformado tanto a la producción como al arte. El objetivo del arte ya no es la elevación espiritual, ni la realización de su esencia sino convertir los productos en objetos culturales que proporcionan placer, mueven sueños o dan satisfacción. Eso es evidente en la industria de la cultura y de la comunicación (música, cine, videojuegos, seriales…), en el propio universo del arte (galerías, museos, expos, ferias, subastas) pero también en la arquitectura, el diseño, la moda, los centros comerciales que conforman el marco de vida del hombre moderno y en las industrias manufactureras que desde su propio nombre a sus campañas de ventas y a sus productos los enrolan un una especie de inflación estética o arte del consumo de masas.

            La sociedad estética hipermoderna no es sólo un sistema de producción también es un ideal de vida, una vida estética llena de sensaciones, viajes, novedades, una vida hedonista e hipermoderna. También una ética, una ética estetizada de la vida que ofrece la autorrealización mediante el goce y la libertad privada, que frente  a las morales ascéticas ofrece satisfacciones sensibles inmediatas y renovables. La ética estética no encierra a los individuos ni es nihilista, tiene sus valores morales como se ve en el auge de las ONGs y en el humanitarismo moral. “La decadencia moral es un mito”, aseguran los autores. Nunca antes ha estado tan viva la conciencia moral, aunque sea sobre la base de la sentimentalización de los valores morales y los comportamientos solidarios. Es evidente que en el capitalismo estético hay una dualización: frente a la estética consumista de la aceleración de la vida, la estética de la experiencia. Es posible detenerse, optar por la lentitud ante la aceleración de la vida, una estética de la vida cualitativa frente a la estética compulsiva del consumo. Tenemos a nuestra mano la bici y el avión, frente a la voracidad los placeres selectivos, frente a la cantidad la cualidad.  

            Por supuesto, el capitalismo artístico hipermoderno, como en todas las épocas, está lleno de paradojas y contradicciones. Al mismo tiempo que se incita al hiperconsumo al homo aestheticus se le pide contención. Se incita a la glotonería y al sedentarismo audiovisual al tiempo que se medicaliza la vida (gimnasia, deporte, dietas) en una especie de hedonismo higiénico; a la abundancia del supermercado y de los centros comerciales frente a la conciencia ecológica de la humanidad en peligro con su intermedio del hiperconsumismo sostenible; a la cultura hedonista y permisiva en la educación frente a la conciencia del límite que padres y educadores quieren inculcar mediante el autocontrol; a la hipercompetencia hasta el estrés en el trabajo compensada por el cuidado personal y el culto al mantenimiento corporal.

            Concluyen los autores diciendo que no es cuestión de demonizar al capitalismo astístico hiperconsumista, que ofrece emancipación individual y provee de placeres, ¿qué otro sistema está capacitado para dar bienestar a los miles de millones que pueblan el planeta? El arte no es la condición de la moralidad. Lo Bello no es el Bien. El objetivo es reducir la importancia del consumo, convertirlo en un medio no un fin. Es el mejor de los mundos que puede ofrecer el capitalismo.

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