jueves, 18 de diciembre de 2014

La invasión del yo



            La intromisión del narrador en la historia es tan antigua como la novela, pero recientemente ha ido ganando mayor espacio. Lo vimos en Austerlitz, publicada en 2001, y en otras novelas de G. H. Sebald, también en la novela de Javier Marías Negra espalda del tiempo, de 1998. Mi recuerdo me dice que era un narrador al servicio de la historia, que era una especie de alfombra por la que pasaban los personajes principales, quizá esté equivocado y deba volver a leerlas, lo que no me desagradaría porque me gustaron mucho. Ahora, algunos años después, se ha puesto de moda entremezclar al narrador con el sujeto principal de la historia que se cuenta, de modo que lo que le sucede, si es que sucede algo y no mero revoloteo conjetural, es tan importante o más que la cosa que se dice querer contar. Es lo que ocurre con novelas, si es que lo son, como El impostor de Javier Cercas o Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, en las que el yo del narrador es tan invasivo que quita el atractivo que pudiera tener la historia principal, la del asesino de Martin Luther King en la última y la de Enric Marco, el hombre que se hizo pasar por superviviente de los campos de concentración nazis, en la primera. El yo engalanado se exhibe como en una pasarela y desde ella va señalando a los personajes sentados que lo contemplan en un caso y en el otro la angustia y retorcimientos morales del yo que cuenta la historia son tan importantes como la impostura de aquel que se hacía pasar por víctima sin serlo. ¿Qué añaden estas estrategias narrativas a la capacidad de la novela para contar mejor? Desde mi punto de vista, no añaden sino que restan, son novelas que se hacen muy pesadas, que restan agilidad a la lectura, que diluyen el interés que el sujeto principal pudiera tener. Yo no he podido con ellas. Una buena crónica, un ensayo histórico o biográfico me hubiesen entretenido más. Cabían otras opciones claro está. Convertir al yo en protagonista principal y sumir cualquier historia con la que se va topando en el río de su propia cotidianidad, que es lo que hace el noruego Knausgård, en su extensísima Mi lucha, con un efecto sorprendente y original o bien utilizar al narrador como mero trabajador de la historia para mostrar las dificultades de aproximación al personaje que se quiere retratar como en el Limonov de Emmanuel Carrére, lo que afianza en el lector la sensación de veracidad. En fin, quizá de lo que se trae al final es de habilidad, de oficio, de la capacidad del escritor para embelesar al lector, ávido en toda época de historias que le entretengan, antes fantásticas y ahora supuestamente veraces. Quizá no se trate tanto del yo como del ego. El ego se exhibe, el yo contempla.

            He tenido la suerte de asistir en días sucesivos, en la misma amplia sala, a la presentación de sus novelas por parte de tres espadas de la novela española actual. El mencionado Muñoz Molina, Luís Mateo Díez con La soledad de los perdidos y Andrés Trapiello con El final de Sancho y otras suertes. El primero abarrotó la sala ante un público entregado aunque silencioso. Requebró al público, a la institución que lo invitaba y a la ciudad. Su discurso, en forma de coloquio con un periodista lisonjero, sólo se animó y ganó vuelo cuando habló de Madame Bovary, del Lazarillo, la Celestina o Don Quijote, lo que me reafirma en mi gusto por el Muñoz Molina ensayista al que sigo con asiduidad. En el coloquio con Luis Mateo Díez éramos unos pocos, otro periodista igualmente lisonjero aunque más contenido, el escritor consciente de la dificultad de lectura ante una literatura como la suya que dobla la realidad en mundos llenos de símbolos que hay que interpretar y unos cuantos posibles lectores que debín ser ganados. Llevo mediada con esfuerzo y solidaridad La soledad de los perdidos. Con Trapiello la sala estaba a un tercio de su capacidad. Una lástima. Un escritor que no se deja nada, un torrente en que realidad y ficción no se distinguen, al igual que su escritura es roja como la sangre y su sangre, adivino, es del color de la tinta negra, sus palabras sobre Don Quijote y Sancho, la materia de su último libro, hablando del comienzo del XVII, parearían referirse al ahora mismo. Tres maneras diferentes de concebir la novela.

No hay comentarios: