jueves, 6 de febrero de 2014

Fulgencio Argüelles. El palacio azul de los ingenieros belgas


            Mediada una novela suelo preguntarme qué me quiere decir, adónde quiere llevarme o qué cima pretende alcanzar. Creo que hay dos tipos de novelistas: a) los formalistas, que trabajan con el léxico, inventándose palabras nuevas, reviviendo palabras muertas o buscando sentidos inesperados a palabras muy manoseadas, o juegan con las estructura como los pintores con la composición o alteran el tiempo, alternando tramas espaciales, dislocando la cronología o dejándose llevar por la música de la frase, escuchando a la gente en la calle o dejando que la propia lengua se imponga con los ritmos construidos a lo largo de su historia; b) los que tienen algo que contar y ponen toda su sabiduría técnica al servicio de una historia o de una idea o de un personaje o del espíritu de la época al que quieren atrapar o, mejor, que hable a través de ellos. Hablo de literatura, es decir del arte de escribir contando cuentos. Con rarísimas excepciones los buenos novelistas no se encuentran entre los que ahorman su escritura a la estructura cerrada de un género.

            También hay dos tipos de lectores: a) los emocionales, que buscan una experiencia sensorial leyendo, por lo que muy a menudo salen satisfechos de la lectura de novelas de género; b) los cazadores, que al iniciar un libro esperan cobrar una pieza, obtener un placer único, singular, a veces tras largo esfuerzo, al descubrir una manera nueva de ver el mundo o a costa del sufrimiento que produce descubrir malas pulsiones dentro de sí al identificarse con lo que el narrador cuenta.

            El narrador de El palacio azul de los ingenieros belgas, la historia que nos cuenta Fulgencio Argüelles, es un joven recién salido del cascarón, Nalo, listo para aprender y comerse el mundo. En primera persona, el joven Nalo, entre inocente y entregado, va narrando su aprendizaje: ser hombre y jardinero y camarero, amar, tener sexo. Una novela de formación, por tanto, un género de gran éxito en el pasado: Nalo se rinde ante sus maestros y maestras. Eneka un jardinero resabiado y enciclopédico que sabe todo lo que hay que saber para no meter la pata, hedonista y con una moral práctica, perfecta para adaptarse al curso de la vida. Félix, el mayordomo, que le hace apreciar los formalismos. Y las mujeres: Lucía, la hermana de Nalo, que le muestra su cuerpo y todo lo que se puede hacer con él, mujer, a su modo, libre y sabia; Julia, la típica criada o sirvienta o asistenta que, como en las novelas del género, se muestra feliz de echar un polvo con el aprendiz; Helena, la joven fulgurante de cabellos dorados con una pizca de misterio en torno a quien el héroe mariposeará hasta caer atrapado. La novela está llena de erotismo de papel couché y ardores de entrepierna que encantará al amante del género. Nalo, como el lector, se deja llevar, se entrega a sus maestros, su aprendizaje es pasivo.

            La novela se sitúa entre 1927 y 1934, entre los años finales de la dictadura de Primo de Rivera y la trágica Revolución del 34 en Asturias. También ahí encontramos muchos de los rasgos del género: personajes, banqueros, militares, condes y políticos del régimen, categorías sociales: los ingenieros belgas y su familia, que habitan en el palacio azul, y los mineros y sirvientes, anarquistas de toda laya y curas cerrilles, siempre presente la división social, con biografías diversas de hombres y mujeres pobres y ricos, con tono amable, positivo, comprensivo con sus personajes más díscolos o amargados o frustrados, más una vaporosa ilusión del pueblo por una revolución que se intuye al proclamarse la República o en los sucesos de octubre de 1934, más unos brochazos de violencia para apagarla cuando estalla, aunque todo tan edulcorado que se hace novelesco, es decir, inverosímil.


            Y en tercer lugar, el estilo. El estilo de esta novela es como los embellecedores de los autos antiguos o de los cuartos de baño, brilla con bonitas y largas frases, con ramilletes de refranes. El autor narra con mano firme, con frases largas y fluidas, sin apenas puntos y aparte, con los diálogos incorporados en el texto, con querencia por el léxico preciso en cada actividad descrita, con abundantes enumeraciones. Estilo poético o realismo edulcorado, lleno de brillos y colores, velando la realidad al lector con velos de colores ondulantes, sensuales, adormecedores.

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