
Hijos de
una familia nazi en los estertores de
la Segunda guerra mundial. Cuatro. La mayor, Lore,
llegando a la adolescencia, los otros tres niños aún, una niña y dos gemelos. El
padre ha huido para esconderse de la llegada se los rusos, la madre, después, también se esconde. Los cuatro niños han de hacer muchos kilómetros, más de
quinientos, atravesando
la
Alemania devastada, llena de soldados enemigos, de gente
hambrienta, de ansiosos del sexo, de campesinos desconfiados que esperan la
oportunidad de trocar alimentos por objetos de valor, para llegar a Hamburgo
donde les espera la salvación y la vida en casa de su abuela. Por el camino
encontraran todo eso y más: el olor a muerte y la muerte misma detrás de las casas
abandonadas, en medio del campo, en zanjas, o en la boca de un arma de quienes
como ellos temen ser atracados o robados. Así morirá uno de ellos, uno de los
gemelos. Pero también ellos tendrán que matar en una situación extrema,
acuciados por el hambre y por la necesidad de pasar al otro lado del río, junto
a un puente derribado. Por el camino también encontrarán a un muchacho que les
sigue, que se enamora de Lore. Chocará con ellos o ellos con él: él judío que
se dice escapado de un campo, ellos nazis, educados como tales, hijos de una
familia nazi. Se acomodarán, se ayudarán mutuamente.
Sobre el
papel, era una peli que prometía mucho. Densidad, aventura, emociones. Luego,
no es tanto o no es ese el objeto de la directora australiana Cate Shortland. El
guión no está bien urdido y la dirección no se decanta por alguna de sus muchas
posibilidades: niños dejados en un escenario de horror, la devastación de la
posguerra, el contraste emocional entre la clase de los verdugos y la clase de
las víctimas. Todo eso está, pero no desarrollado, sólo levemente sugerido.
Quizá lo más logrado sea que todo esté visto desde los ojos de los niños, que
lo que están viviendo aparezca bajo una especie de nebulosa, un mundo fantasmal
que ni siquiera están en condiciones de entender, aunque su educación haya fijado
ya prejuicios y actitudes, recelos u odios. A ese misterio ayuda el decorado
casi expresionista en el que los niños se mueven, que parece más de cuento de
genios perversos y de hadas malignas que del desastre de una guerra. La interpretación de los niños
es contenida, bien dirigida. Quizá, lo que despiste sea el contexto de la
guerra, una guerra tan grande, de la que sabemos y hemos visto tanto en cine y
documentales. La película sin ese contexto sería otra cosa.
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