lunes, 16 de diciembre de 2013

Lore

            Hijos de una familia nazi en los estertores de la Segunda guerra mundial. Cuatro. La mayor, Lore, llegando a la adolescencia, los otros tres niños aún, una niña y dos gemelos. El padre ha huido para esconderse de la llegada se los rusos, la madre, después, también se esconde. Los cuatro niños han de hacer muchos kilómetros, más de quinientos, atravesando la Alemania devastada, llena de soldados enemigos, de gente hambrienta, de ansiosos del sexo, de campesinos desconfiados que esperan la oportunidad de trocar alimentos por objetos de valor, para llegar a Hamburgo donde les espera la salvación y la vida en casa de su abuela. Por el camino encontraran todo eso y más: el olor a muerte y la muerte misma detrás de las casas abandonadas, en medio del campo, en zanjas, o en la boca de un arma de quienes como ellos temen ser atracados o robados. Así morirá uno de ellos, uno de los gemelos. Pero también ellos tendrán que matar en una situación extrema, acuciados por el hambre y por la necesidad de pasar al otro lado del río, junto a un puente derribado. Por el camino también encontrarán a un muchacho que les sigue, que se enamora de Lore. Chocará con ellos o ellos con él: él judío que se dice escapado de un campo, ellos nazis, educados como tales, hijos de una familia nazi. Se acomodarán, se ayudarán mutuamente.

            Sobre el papel, era una peli que prometía mucho. Densidad, aventura, emociones. Luego, no es tanto o no es ese el objeto de la directora australiana Cate Shortland. El guión no está bien urdido y la dirección no se decanta por alguna de sus muchas posibilidades: niños dejados en un escenario de horror, la devastación de la posguerra, el contraste emocional entre la clase de los verdugos y la clase de las víctimas. Todo eso está, pero no desarrollado, sólo levemente sugerido. Quizá lo más logrado sea que todo esté visto desde los ojos de los niños, que lo que están viviendo aparezca bajo una especie de nebulosa, un mundo fantasmal que ni siquiera están en condiciones de entender, aunque su educación haya fijado ya prejuicios y actitudes, recelos u odios. A ese misterio ayuda el decorado casi expresionista en el que los niños se mueven, que parece más de cuento de genios perversos y de hadas malignas que del desastre de una guerra. La interpretación de los niños es contenida, bien dirigida. Quizá, lo que despiste sea el contexto de la guerra, una guerra tan grande, de la que sabemos y hemos visto tanto en cine y documentales. La película sin ese contexto sería otra cosa.

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