Comienzan
los días dorados del otoño, el sol refulgiendo en las copas de los árboles, las
hojas traspasadas antes de caer, tendiendo sobre el césped el ocre tapiz que
burbujea bajo los pies. Antes, ahora que el verano acaba, han brotado del suelo los
dedos violetas de las quitameriendas bajo los manteles de los excursionistas
que quieren prolongar la dulce y despreocupada charla antes de volver al
trajín. Si este momento se pudiera detener, cuando no existe nada más que el
sol hundiéndose pausadamente en el horizonte, cuando ni una brizna de viento
mueve este tiempo estático en el que nada parece suceder más allá de la gente
hablando, jugando sobre manteles verdes, acariciando perros amables o viendo
correr a niños tras grandes balones de colores, podría conformarme y exclamar: ¡Eso es, esto y nada más!, si ninguna otra cosa me rondase y me hiciese mirar
hacia atrás, hacia el tiempo irreversible de la obligación y la
responsabilidad. Pero quién puede detenerse en esta caricia dorada, abrir los
ojos o cerrarlos, sentir el leve cosquilleo en el cuello o las mejillas,
suspender la atención y trocar las voces en mera música de acompañamiento.
Pero ya la
tarde va cayendo, un ligero frescor se levanta entre los árboles cercanos y
si pudiera aislarme del movimiento y el ruido de la gente que empieza a recoger
podría sumergirme en ese momento único en el que el sol desaparece en el confín
y los pájaros enmudecen, cuando la naturaleza al cambiar de piel exige un
silencio espectral como si la vida aun no hubiese aparecido o ya estuviese
extinta, en ese instante en el que realmente todo se aquieta, que me gustaría
prolongar, donde querría permanecer, antes de que la sombra se extienda y
entonces prenda de nuevo la agitación y me sienta obligado a planear un nuevo amanecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario