domingo, 22 de septiembre de 2013

22 (Quietud)


            Comienzan los días dorados del otoño, el sol refulgiendo en las copas de los árboles, las hojas traspasadas antes de caer, tendiendo sobre el césped el ocre tapiz que burbujea bajo los pies. Antes, ahora que el verano acaba, han brotado del suelo los dedos violetas de las quitameriendas bajo los manteles de los excursionistas que quieren prolongar la dulce y despreocupada charla antes de volver al trajín. Si este momento se pudiera detener, cuando no existe nada más que el sol hundiéndose pausadamente en el horizonte, cuando ni una brizna de viento mueve este tiempo estático en el que nada parece suceder más allá de la gente hablando, jugando sobre manteles verdes, acariciando perros amables o viendo correr a niños tras grandes balones de colores, podría conformarme y exclamar: ¡Eso es, esto y nada más!, si ninguna otra cosa me rondase y me hiciese mirar hacia atrás, hacia el tiempo irreversible de la obligación y la responsabilidad. Pero quién puede detenerse en esta caricia dorada, abrir los ojos o cerrarlos, sentir el leve cosquilleo en el cuello o las mejillas, suspender la atención y trocar las voces en mera música de acompañamiento.


            Pero ya la tarde va cayendo, un ligero frescor se levanta entre los árboles cercanos y si pudiera aislarme del movimiento y el ruido de la gente que empieza a recoger podría sumergirme en ese momento único en el que el sol desaparece en el confín y los pájaros enmudecen, cuando la naturaleza al cambiar de piel exige un silencio espectral como si la vida aun no hubiese aparecido o ya estuviese extinta, en ese instante en el que realmente todo se aquieta, que me gustaría prolongar, donde querría permanecer, antes de que la sombra se extienda y entonces prenda de nuevo la agitación y me sienta obligado a planear un nuevo amanecer.


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