lunes, 15 de abril de 2013

Ciudad abierta, de Teju Cole



  Sobre el 11-S:Nos caían las lágrimas. Inmediatamente imaginamos que había miles de muertos. También hablábamos de planes de emergencia. Fue un tiempo de gran confusión. Y entonces, los días siguientes fueron de gran calma, toda la ciudad estaba muy tranquila. Y a la vez todo era muy confuso. Una calma confusa. Fue entonces cuando pensé en escribir esta novela, unos días después de la caída de las Torres Gemelas, pero tardé cinco años en encontrar la voz narrativa de este libro”.

          En esta novela el protagonista y narrador, Julius, camina por la ciudad. Cuando sale de trabajar o en sus momentos libres se pone a caminar en cualquier dirección y cuenta lo que ve, sobre todo el paisaje humano. Describe, deja fluir su conciencia, escucha, interviene poco en la conversación, aunque si hace falta muestra su desagrado. La gente con la que se encuentra, un poeta tras el mostrador de la oficina de correos, un profesor emérito, postrado en su apartamento, una mujer en una cafetería a la que ofrece el paraguas en  una tarde lluviosa, un vigilante de museo al que se encuentra en un bar, una cirujana que se sienta a su lado en un viaje transoceánico, un radical marroquí con muchas lecturas y opiniones claras a quien encuentra en un locutorio y así un montón de personas de las más variadas posiciones sociales y opiniones. En las conversaciones o en el propio deambular surgen libros, canciones, películas, música, arte. Todo tiene que ver con el presente, con el modo en que enfocamos la vida, con los conflictos, con las esperanzas, con los temores, con los prejuicios, cada persona presa de su estatus, del traje moral que se ha conformado, con el que aparece condenada a ir tirando. Con algunos personajes Julius simpatiza, dialoga con ellos, intercambia opiniones, aprende de su experiencia, ante otros, escucha, les da un margen y si al final le decepcionan los tacha de su agenda. En el discurrir de sus paseos, de los capítulos de la novela, asoma la historia del propio Julius, residente de psiquiatría en un hospital de Nueva York, procedente de Nigeria, adonde regresa con la memoria para contar retazos de su infancia y juventud, de su familia, pero con ramas familiares en Alemania y en Bélgica, a cuya capital hace una escapada, Bruselas, ciudad abierta durante la 2ª GM, lo que da título a la novela, en busca de una abuela a la que no encontrará. También en Bruselas caminará y encontrará gente y escuchará.

            Entre los personajes que aparecen, un día, una mujer le detiene y pregunta a Julius si no la reconoce. Julius no cae, hasta que ella se presenta como la hermana de su mejor amigo, cuando estudiaba en Lagos. Se encontrarán más veces, a lo largo de la novela, pero ya de forma deliberada, incluso Julius verá el atractivo que hay en ella, aunque imagina que su acceso es imposible. Hacia el final, ella lo invita a una fiesta en casa de su novio. Pasan las horas, muchos se van y, Julius, en la terraza, desde donde se contemplan miles de viviendas, donde habitan otros tantos humanos, la mujer, Moji, le hablará pausadamente, casi en susurros, de un suceso del pasado, allá en Nigeria, en otra fiesta, que le afecta a él, pero especialmente a ella. Moji no lo ha superado, casi cada día revive el dolor. Julius no dice nada, se despide, camina por el amanecer de la ciudad. En el siguiente capítulo describe con delectación y minuciosidad un concierto en el Carnegie Hall, donde Simon Rattle interpreta la novena de Mahler, que éste ha compuesto en Nueva York, donde el músico describe la expectativa de su propia muerte. Esas dos escenas cambian completamente la recepción de la novela.

            En la novela, la lectura adopta el ritmo de la caminata. Con ritmo pausado y vivo, sin demorarse en las descripciones, aunque anota el paso de las estaciones, el cambio de la luz, la presencia de los pájaros, la transformación de las plantas, animada por la narración panorámica en general, pero de vez en cuando detenida para que un personaje se despliegue y se exprese, como la propia vida, que siempre está en movimiento hasta que alcanza el último puerto, como le ocurre al profesor Saito, al que Julius va a ver de vez en cuando, con el que establece una relación de maestro a discípulo, pero de quién no se puede despedir en el último momento o, como esos chochines, en las últimas páginas, que se abalanzan a cientos sobre la llama monumental de la estatua de la libertad y mueren. La novela pretende transcribir los ritmos propios de la vida, y de la muerte, en el exterior, en el ritmo de la ciudad siempre en movimiento, aun en los edificios y en las obras que el pasado nos ha dejado, interpretados de modo diferente por cada época o por cada sensibilidad, o en el interior de cada individuo. Y lo logra. En el discurrir de Julius por la ciudad topa con los rascacielos, con la luz del crepúsculo, con las formas de los edificios y sus estilos, con un viejo cementerio de esclavos negros del que ya no queda más que un breve recuerdo, con el socavón del 11-S. La novela fue escrita en el 2006, cinco años después de la catástrofe; en la entrevista que enlazo al comienzo de este comentario, Teju Cole habla de la importancia que el hecho tuvo para la concepción de la novela. Es posible, pero para la lectura no es un hecho decisivo. Yo la he leído como una descripción del presente y vale para cualquier gran ciudad, como Saliendo de la estación de Atocha, ambientada en Madrid, que he comentado hace poco, a la que se parece mucho. Ciudad abierta es una gran novela.

No hay comentarios: