
En esta
novela el protagonista y narrador, Julius, camina por la ciudad. Cuando sale de
trabajar o en sus momentos libres se pone a caminar en cualquier dirección y
cuenta lo que ve, sobre todo el paisaje humano. Describe, deja fluir su conciencia, escucha, interviene
poco en la conversación, aunque si hace falta muestra su desagrado. La gente
con la que se encuentra, un poeta tras el mostrador de la oficina de correos,
un profesor emérito, postrado en su apartamento, una mujer en una cafetería a
la que ofrece el paraguas en una tarde
lluviosa, un vigilante de museo al que se encuentra en un bar, una cirujana que
se sienta a su lado en un viaje transoceánico, un radical marroquí con muchas
lecturas y opiniones claras a quien encuentra en un locutorio y así un montón de
personas de las más variadas posiciones sociales y opiniones. En las
conversaciones o en el propio deambular surgen libros, canciones, películas, música,
arte. Todo tiene que ver con el presente, con el modo en que enfocamos la vida,
con los conflictos, con las esperanzas, con los temores, con los prejuicios,
cada persona presa de su estatus, del traje moral que se ha conformado, con el
que aparece condenada a ir tirando. Con algunos personajes Julius simpatiza,
dialoga con ellos, intercambia opiniones, aprende de su experiencia, ante
otros, escucha, les da un margen y si al final le decepcionan los tacha de su
agenda. En el discurrir de sus paseos, de los capítulos de la novela, asoma la
historia del propio Julius, residente de psiquiatría en un hospital de Nueva
York, procedente de Nigeria, adonde regresa con la memoria para contar retazos
de su infancia y juventud, de su familia, pero con ramas familiares en Alemania
y en Bélgica, a cuya capital hace una escapada, Bruselas, ciudad abierta
durante la 2ª GM, lo que da título a la novela, en busca de una abuela a la que
no encontrará. También en Bruselas caminará y encontrará gente y escuchará.
Entre los
personajes que aparecen, un día, una mujer le detiene y pregunta a Julius si no
la reconoce. Julius no cae, hasta que ella se presenta como la hermana de su
mejor amigo, cuando estudiaba en Lagos. Se encontrarán más veces, a lo largo de
la novela, pero ya de forma deliberada, incluso Julius verá el atractivo que
hay en ella, aunque imagina que su acceso es imposible. Hacia el final, ella lo
invita a una fiesta en casa de su novio. Pasan las horas, muchos se van y,
Julius, en la terraza, desde donde se contemplan miles de viviendas, donde
habitan otros tantos humanos, la mujer, Moji, le hablará pausadamente, casi en
susurros, de un suceso del pasado, allá en Nigeria, en otra fiesta, que le
afecta a él, pero especialmente a ella. Moji no lo ha superado, casi cada día
revive el dolor. Julius no dice nada, se despide, camina por el amanecer de la
ciudad. En el siguiente capítulo describe con delectación y minuciosidad un
concierto en el Carnegie Hall, donde Simon Rattle interpreta la novena de
Mahler, que éste ha compuesto en Nueva York, donde el músico describe la
expectativa de su propia muerte. Esas dos escenas cambian completamente la recepción de la novela.
En la
novela, la lectura adopta el ritmo de la caminata. Con ritmo pausado y vivo,
sin demorarse en las descripciones, aunque anota el paso de las estaciones, el
cambio de la luz, la presencia de los pájaros, la transformación de las
plantas, animada por la narración panorámica en general, pero de vez en cuando
detenida para que un personaje se despliegue y se exprese, como la propia vida,
que siempre está en movimiento hasta que alcanza el último puerto, como le
ocurre al profesor Saito, al que Julius va a ver de vez en cuando, con el que
establece una relación de maestro a discípulo, pero de quién no se puede
despedir en el último momento o, como esos chochines, en las últimas páginas,
que se abalanzan a cientos sobre la llama monumental de la estatua de la
libertad y mueren. La novela pretende transcribir los ritmos propios de la vida,
y de la muerte, en el exterior, en el ritmo de la ciudad siempre en movimiento,
aun en los edificios y en las obras que el pasado nos ha dejado, interpretados
de modo diferente por cada época o por cada sensibilidad, o en el interior de
cada individuo. Y lo logra. En el discurrir de Julius por la ciudad topa con los rascacielos, con la luz del crepúsculo, con las formas de los edificios y sus estilos, con un viejo cementerio de esclavos negros del que ya no queda más que un breve recuerdo, con el socavón del 11-S. La novela fue escrita en el 2006, cinco años después de la catástrofe; en la entrevista que enlazo al comienzo de este comentario, Teju Cole habla de la importancia que el hecho tuvo para la concepción de la novela. Es posible, pero para la lectura no es un hecho decisivo. Yo la he leído como una descripción del presente y vale para cualquier gran ciudad, como Saliendo de la estación de Atocha, ambientada en Madrid, que he comentado hace poco, a la que se parece mucho. Ciudad abierta es una gran novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario