Si tuviese que recordar algo del concierto tendría que ver
con Alba Ventura. Sonreía, con sonrisa fácil, entregada al público y a sus
compañeros músicos. No es de esos virtuosos absorbidos para quienes el mundo no
existe. También su forma de tocar, como encogida, curvada la espalda sobre sus
dedos nerviosos que se desplazan ágiles sobre la dentadura del piano, un arco su
espalda de la cintura a los dedos. No era la Alba Ventura que yo había imaginado en las fotografías, con más cuerpo, más llena. Verla así, hace sufrir, desplaza la
atención de la música a su compostura. Y su vestido azul como de gasa agitada
por el viento del océano, envolviéndola en una ola en espiral. Suyo fue lo
mejor, momentos de agitación romántica: en el concierto para piano de Chopin. El
resto era viejo, una música de habitación cerrada, antigua, que apenas
levantaba las capas de polvo del salón: el Fauré de Pelléas et Mélisande,
la Sinfonia
en Re menor de Franck. Ya viejos en su época, encerrados con sus juguetes en un
siglo moribundo. Costaba disimilar el bostezo. No todo es memorable, pocas cosas lo son, aunque nos afanemos
huyendo de las mortales rutinas.
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