En el
primero, titulado precisamente Goethe se muere, asistimos a un
anacronismo burlesco, el deseo por parte del gran autor alemán de encontrarse,
en su lecho de muerte, con el joven y célebre Wittgenstein, para lo que envía a
Oxford, o quizá a Cambridge, a un discípulo con una invitación a Weimar. Es un
ensortijado cuento que refiere, pues, los últimos días de la vida del genio
alemán, en el que Thomas Bernard le hace decir al propio Goethe: “al parecer
que él, al haberse hecho tan grande como era ahora, había aniquilado por completo
todo lo que había junto a él y en torno a él. En realidad, no había levantado a
Alemania sino que él la había aniquilado”. Por eso se empeña en que un discípulo
suyo vaya a Oxford o a Cambridge para convencer a Wittgenstein de que venga a
verlo a Weimar, porque sólo el genio austriaco está a la altura del genio alemán.
El discípulo enviado es un actor del Teatro Nacional, Kraüther. Remata la
historia Thomas Bernhard asegurando que las últimas palabras de Goethe habrían
sido: Mehr nicht! (Más nada) y no Mehr Licht! (Más luz) como se viene
asegurando.
Nuestros
padres con su megalomanía procreadora, nos han hecho y parido y nos han echado
a este mundo, más horrible y repulsivo y mortal que agradable y útil: no bebas
esa agua, no leas ese libro. “Nunca he tenido un padre y nunca una madre, pero
he tenido siempre a mi Montaigne”, escribe Thomas Bernhard en su segundo relato,
si es que es tal el que titula, Montaigne, un relato. “Si vas al pozo te
daremos una paliza de muerte, me dijeron cuando tenía cuatro a cinco años. Si
entras en la biblioteca ya verás, me decían, queriendo decir nada menos que me
darían una paliza de muerte”. Todo el asunto va de la pelea que se trae con su
familia, padres y hermanos. Es difícil saber si la cosa va en serio o es una
broma desagradable.
En Recuento
es otra vez la familia el objeto del sarcasmo o de la ridiculización. “Las
casas de los padres son siempre prisiones y son muy pocos los que pueden
escapar –no escapa el 80 %, asegura el narrador-, masacrados, destruidos,
muertos en esas prisiones”. El padre busca para los hijos y para la familia
toda la tranquilidad en la montaña, siempre quiere, obliga a ir a la montaña
para encontrar la tranquilidad, pero, en realidad, “Los padres hacen hijos y
procuran por todos los medios aniquilarlos”. “Nuestros padres nos aniquilaron
al reprocharnos continuamente que éramos culpables de su intranquilidad”. “Nuestros
padres nos hicieron con el único objeto de poder descargar así su culpa sobre
nosotros”. En este como en el relato anterior la palabra que asocia a la
familia, repetida hasta la extenuación del lector, es “aniquilación”.
En Ardía,
Relato de viaje para un amigo de otro tiempo, el narrador le dice a su
amigo/enemigo: “Me negué la capacidad de comunicar y esa capacidad se extinguió
de repente. Entre dentro de mí y no volví a salir”. Es aquí donde el narrador,
huyendo por Europa: “desde hace años huyo de Austria a alguna región mejor
que Austria”, achaca a Noruega un gusto execrable, de ser un país antifilosófico.
También asegura que “desde hace años evito todo libro de contenido
universitario, toda literatura, toda lectura”. Al igual que Noruega otros
lugares le resultan desagradables: India, mal, América Latina, de moda, el
lugar donde van a prestar ayuda social y socialista toda esa gente imbuida de
moral cristianosocial. “La
Iglesia católica es la envenenadora del mundo”. En el relato
tiene un sueño donde sueña con Austria, en concreto con Salzburgo,
quintaesencia de Austria, a la que sueña ardiendo: “He soñado con Austria con
tal intensidad porque he huido de ella, de Austria, como el país más odioso y más
ridículo del mundo”.
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