jueves, 28 de febrero de 2013

Augusto



            Con ritmo lento, pausado, pero constante, durante casi quinientas páginas, John Williams va reconstruyendo la escritura de los antiguos romanos: cartas, memorias, diarios, notas, algunos documentos del Senado, poniendo las palabras que faltan en la información que nos ha quedado de la época de Octavio César, el Augusto. Todos los que tuvieron algo que ver con él aparecen en un momento u otro mostrando un punto de vista diferente, casi siempre positivo sobre el hombre que asentó Roma y creó un imperio que, tras la República, duraría quinientos años más. Agripa, Mecenas y Rufo, los jóvenes amigos que, ayudados por el azar y la determinación, le ayudaron a coger el relevo de Julio César; Casio y Bruto, los conspiradores que acabaron con la vida de su padre adoptivo, a los que derrotó primero en Mutina y después en Filipos; Cicerón que conspiró para mantener la tradición y los privilegios de las viejas familias que gobernaban desde el Senado; Sexto Pompeyo, el pirata del Mediterráneo; Lépido y Marco Antonio, los dos otros triunviros a los que también tuvo que derrotar, a uno en Sicilia, al otro en la decisiva batalla de Accio, donde Marco Antonio comprobó, al ver cómo escapaba Cleopatra, que ésta no le amaba a él sino al poder que representaba y codiciaba.

            Asentada la larga paz romana gracias a Octavio, aparecen en escena los personajes de su familia, su hermana Octavia, la fría Livia, obsesionada con traspasar el poder a su adorado hijo Tiberio; su única hija, Julia, a la que obliga a casar por razones de estado primero con Marcelo, que debía ser el heredero, hijo de la hermana del emperador, con Agripa, después, que podía pasar por su padre, y con el odioso Tiberio más tarde; la Julia que descubre en un viaje a Oriente las mieles del poder cuando la tratan como si fuese una diosa, Afrodita rediviva, y puede entregarse a una vida golosa a su vuelta a Roma, convirtiendo a los hombres en esclavos de su placer; la Julia que, tarde, encuentra su amor en Julio Antonio, hijo de Marco Antonio, y él mismo conspirador contra Tiberio y Augusto, lo que le valdrá a Julio el suicidio inducido, como acostumbraban los romanos cuando caían en desgracia, y a Julia la humillación de verse acusada, por su propio padre, ante el senado, de ser una adúltera.

            Y aparecen los poetas reunidos en la corte gracias al amigo Mecenas: Horacio y Virgilio entre los mayores, Ovidio entre los jóvenes; y los eruditos que trabaron contacto con el emperador y se cartearon con él: Tito Livio, Nicolás de Damasco o Estrabón, con la coda, en forma de carta, del joven médico que atendió en el ultimo suspiro al Emperador, a Séneca, que pone sus esperanzas en el joven Nerón tras los desastrosos imperios de Tiberio, Calígula y Claudio. Todo eso con asesinatos y suicidios programados, traiciones y espionajes, chantajes y conspiraciones, matrimonios de estado y amistades truncadas.

            La novela está dividida en tres partes. En la primera se cuenta el asesinato de César y la subida al poder de Octavio y su conversión en el primer Emperador. En la segunda, la vida familiar y los cambios que trae la Pax Augusta, en torno a las figuras de Julia y de Livia. La tercera es una larga carta de Augusto a su amigo Nicolás de Damasco, que adopta la forma de una oración fúnebre que el emperador se dedica a sí mismo, haciendo balance de su vida.

            Así lo cuenta John William, el mismo autor de una gran novela como es Stoner, que como narrador desaparece tras las voces de quienes hace mucho tiempo protagonizaron uno de los momentos más importantes de la historia, con un discurso de tono oficial, serio, a veces frío, en la primera de las partes, y más íntimo y sentimental en la segunda y tercera. Por esta obra, August en la edición en catalán de Edicions 62, que es la que yo he leído, El hijo de César en la edición castellana de Ed. Pámies y Augustus en el original, a Williams se le concedió el National Book Award.

            El traductor catalán sabe mantener el ritmo pausado y constante que remite a los textos clásicos y que tan agradable hace la lectura, pero comete, a mi juicio, el fallo imperdonable, como tantos traductores catalanes, de salpicar el texto con vulgarismos tales como: “figues d’un altre paner”; “un fred que pelava”; “els sacerdots van fer sacrificis i tota la pesca”; “pa sucat amb oli”.

            He disfrutado mucho con esta obra de John Williams tanto o más como antes lo hice con Stoner.

No hay comentarios: