En el escenario casi desnudo, una mesa de despacho y dos sillas, nada más, dos mujeres conversan durante ochenta minutos. Asistimos a una entrevista que ha de servir para que un comité conceda la libertad a una presa que lleva más de treinta años entre rejas. De un lado, Cathy, la condenada y los hechos por los que está encerrada: el asesinato de unos policías, su radicalismo político en los años sesenta, sus escritos y la influencia que pudieron tener sobre acciones revolucionarias. Del otro, la funcionaria de prisiones que ha de probar que Cathy está arrepentida, que ya no supone un peligro para la sociedad. Cathy es consciente de que ha de aducir pruebas de su arrepentimiento, entre ellas está su conversión, su fe en Cristo; de ello da cuenta el libro que ha escrito, que está sobre la mesa. Ann, de su lado, quiere demostrar que es una fiel servidora de la ley y expone sus dudas sobre la veracidad del arrepentimiento de la anarquista. Las dos están en la cárcel, una por voluntad propia, su vida entregada al servicio del Estado, vigilando la evolución de los presos, indagando en su privacidad, verificando su arrepentimiento, la otra con el sentido de pérdida de libertad, pero manteniéndose íntegra, fiel a sus ideas, simulando para conseguir que la suelten. En la discusión salen los asuntos personales, la vida en prisión, la relación que ambas mujeres han mantenido durante tantos años, su vida con el resto de las condenadas, su libertad interior, su capacidad de seducción. Si cada una de ellas quiere demostrar que su actitud es verdadera (el arrepentimiento, la conversión) o justa (la aplicación imparcial de la ley) hay un segundo plano que las une o distancia como personas, que las convierte en humanas o que por el contrario muestra su inhumanidad, derivada de la aplicación de las reglas o de su incapacidad para relacionarse, del falso arrepentimiento, la ostentación del poder, del sometimiento y su oposición, de la apariencia y la verdad, lo que se dice y lo que se calla.
Es el juego que hacen creíbles las dos
actrices, Magüi Mira (Cathy), muy suelta, perfecta en su papel de terrorista
–es fácil sustituir su rostro por gente que conocemos, que colaboró con ETA o
que actuó para ella, ¿por qué en España no se hacen obras como esta?-, y Ana
Wagner, rígida como se espera de la firme funcionaria, aunque quizá en exceso
cuando expone el dolor que causa el asesinato aunque sea político. Las dos
soltando el texto sin descanso, con seguridad, a veces pisándose en las
réplicas. Es el estilo algo seco del autor, David Mamet, en esta su última
obra, estrenada a la par en Madrid y en Nueva York. Mamet va modulando la
información, quizá demasiado elíptica para seguir lo que se debate, exigiendo
demasiado del espectador, un poco confuso intentando averiguar de qué va la cosa,
aunque las actrices ayudan bastante a no perder el hilo, lo que puede ayudar a
sustituir el conocimiento, la dialéctica, por la impresión emocional y en eso
las dos son muy buenas. Hace un año vi Oleanna en el mismo escenario, quizá
algo más trabada, más fácil para el espectador.
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