jueves, 27 de diciembre de 2012

El movedizo nosotros




            Hay algo condenadamente difícil en nuestra relación con el mundo, situar el nosotros. Ambos están, mundo y nosotros, continuamente bailando en las arenas movedizas del tiempo y el nosotros lucha denodadamente por fijarse, por permanecer quieto, porque estando fijo comprende y deja de padecer. Pongo tres ejemplos: la liberación de los rehenes americanos en el Irán de Jomeini, la Guerra de los Comuneros o la conquista de América y el enamoramiento juvenil. ¿La pregunta es cómo situar correctamente el nosotros, es decir, la perspectiva moral ante las cosas?

            El asunto de Irán es aparentemente el más fácil de los tres, nuestro país no estaba implicado, aunque sí nuestra área geográfica y mental por no decir nuestra civilización. Podemos sentir que los americanos secuestrados y rescatadores –si estamos viendo la película Argo- son de los nuestros y de hecho eso es lo que hacemos mientras la vemos no sólo porque estamos acostumbrados a ir de su lado sino porque somos materia moldeada por sus películas. ¿Habría algún modo de presentar los hechos de modo que se comprendiesen los dos puntos de vista del conflicto? Clint Eastwood lo intento con La batalla de Iwo Jima, aunque creo que no lo consiguió. Los jóvenes revolucionarios iraníes se saltan la legalidad, pero los americanos han asilado a un Sha corrupto, que había utilizado la tortura para someter a los opositores. Los rehenes son inocentes, pero los iraníes no tienen modo de que les devuelvan a su ex dictador. La peli lo explica en un prólogo documental, pero está hecha en Hollywood, lo hace toscamente, porque su objetivo no es la clase de historia sino el entretenimiento; actores, cámara, escenografía, trama y argumento nos llevan a ponernos del lado de los americanos, queremos que no sufran y se salven. Es una peli y su lenguaje es sentimental, está producida para eso para mover nuestro yo, nuestras emociones en una dirección. Y consigue su objetivo.

            Más complicado es explicar desde una mesa, mediante un libro de texto y una pizarra encerada o digital, la conquista de América o la Guerra de los Comuneros. Un asunto castellano, con alumnos y profesor castellanos, con capas de emociones dirigidas en una dirección, la grandeza de Castilla que conquistó el mundo, las gestas de los héroes, Pizarro, Cortés, Magallanes, ante mundos gigantescos ante los cuales -explican historiadores, filósofos y políticos- se perdía la cordura-, perspectiva que se ha movido algo en las últimas décadas al hablar de indios y sufrimiento, de la encomienda y de la mita. Al final, prevalece la gesta o el nombre propio de un rey pastoreando el universo. Carlos V, Felipe II. Se puede ajustar un poco la paralaje –los hechos tal como ocurrieron hasta donde llega la información y el nosotros movedizo- si bajamos a tierra y nos situamos como protagonistas en nuestro propio territorio frente a un rey extranjero. Ahí los nacionalistas, de cualquier lugar, lo tienen fácil para manipular. Es el caso de los Comuneros. Un rey –aunque el rey esté santificado por la Historia- que llega de fuera para estrujar al pueblo –impuestos para su coronación como emperador-, una burguesía que pelea por vez primera en Europa para establecer un contrapeso al poder real y unos campesinos expoliados hasta la extenuación por la nobleza que se sublevan. Es más fácil ahí reajustar la visión, resituar el nosotros, lo que no quiere decir que la visión histórica sea más justa, menos manipuladora, más veraz, sólo cuestión de acomodar mejor el pasado al presente.

            Más difícil aún es situar el nosotros ante el resbaladizo y pringoso ardor juvenil que se desata. Una pareja de chicos jóvenes que se enamora por primera vez. Es algo poco agradable. Los chavales están zarandeados por los ácidos que los devoran, no son capaces de domeñar su cuerpo, los profesores consienten las efusiones en general, se contempla el suceso con una cierta simpatía, a pesar de ver la caída en picado del rendimiento. Lo leí el otro día, no recuerdo quién lo expresaba: hay que prohibir a los chavales, como en los viejos tiempos, entregarse a la pasión temprana cuando están estudiando. Tiene razón, pero cómo se mete el nosotros en ese berenjenal: la institución, la clase con su explicación, ejercicios y evaluación, cómo interferir en un asunto tan privado.


            Al final es cuestión de profesionalidad. Si comparamos Argo con El legado de Bourne, esta última cumple su función de entretener sin crear problemas de objetividad. Las emociones fluyen fácilmente hacia el protagonista, los antagonistas están circunscritos a la ficción –una banda de desalmados en el interior de la CIA que confunden patriotismo con interés personal-, quedando a salvo la propia institución, así como nuestra posición moral. El nosotros ha fijado su posición durante los 135 minutos que dura la peli, al salir del cine vuelve a ser libre. En Argo queda la duda de si los americanos tenían razón o toda la razón. En la clase de historia nunca conoceremos al detalle lo que pasó, las variables que manejamos son muy reducidas, tanto el profesor como los alumnos estamos muy mediatizados, el nosotros se mueve como la historia misma, sujeto a los vaivenes de la política y a la carga eléctrica del tiempo. El asunto del enamoramiento es jodidamente complicado: sabemos que afecta al rendimiento hasta el punto de hacer perder un curso entero, pero no somos los padres, ni psicólogos, ni asistentes sociales, nos gustaría trazar normas estrictas pero no tenemos el mando. 

           Nota. Para ver que quiero decir con ajustar la paralaje nada mejor que ver la actual pelea entre El Mundo y El País sobre los asuntos de la familia Pujol y, de por medio, la propia ruina financiera de los citados periódicos.

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