Sendero
arriba, por la ribera del Hijar, hacia el bosque de hayas. El viento sopla con
fuerza, tanto que las ramas vuelan y algunas piedras. Tememos que algún tronco
caiga sobre nuestras cabezas, o algún árbol arrancado de cuajo.
El día ha
comenzado gris, cubierto, pero con jirones de luz alrededor, sólo al llegar a
la falda de la montaña aparece el viento que va ganando fuerza a medida que subimos.
Pero hemos
de retroceder hasta el pueblo más cercano, Brañavieja, y reemprender la ruta
por una pista que asciende por el lado noroeste. Aún así oímos soplar por
encima de nuestras cabezas, desembocamos en la carretera, libre de coches en
esta mañana de sábado. La hojarasca sale de sus escondrijos, coge vuelo, se
despliega a media altura como una bandada de pájaros lista para la migración,
alentada por remolinos que barren el asfalto.
Entramos en
el bosque, bajo los abedules, los serbales del cazador, los madroños y algún
roble, hasta llegar a las hayas y su tapiz marrón. La pista deja paso a un
camino pedregoso que discurre por una antigua calzada romana, con las piedras
medio levantadas de su lecho, cubiertas de verdín, de musgo, de barro.
Siempre
subiendo, el bosque de hayas se ofrece a la fantasía de cuentos viejos,
aquellos que nos contaba nuestra madre y ya hemos olvidado: la vaga sensación
de encontrar su decorado, los colores, el aire, la presencia de la lluvia y el
viento, su difusa amenaza, aunque no haya seres fantasmales, sólo nosotros, con
el aliento cortado, subiendo, resbalando, apoyándonos en los bastones.
Cuando
dejamos atrás el bosque y entramos en el matorral, más allá de la cabaña del estropezao,
el viento empieza a soplar con fuerza, también la lluvia racheada. Hay que
cerrar todos los agujeros del cuerpo, cubrir las manos y la boca, dejar sólo
los ojos al descubierto. Braceamos contra el viento. Esa sensación maravillosa
de esta mañana de sábado, remar contra el viento mientras el viento pugna por
arrastrarnos, derribarnos, lanzarnos contra los matojos, ladera abajo. El agua
se mezcla con lágrimas de alegría por estar viviendo este momento. Después de
una pequeña meseta hay que seguir subiendo y esta vez no podemos guarecernos en
el lado noroeste. El sendero discurre junto a una valla trenzada con alambre de
espino. Hay otra alternativa más larga, que asciende más suavemente. Decido
subir junto a la valla, con mayor exposición al viento. El bastón no me sirve,
tengo que agarrarme a los matojos para no ser derribado. Otra vez la infancia
está ahí. Mi padre en las tierras, cuando yo le llevaba la comida, el ventarrón
que barría el campo, los objetos volando, el resguardo tras un espino.


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