Dos cosas me asustan de la presente situación. Artur Mas, el
insospechado ciudadano Mas -"Soy servidor de una causa histórica"-, y
la inconsciencia de la población catalana.
El
nacionalismo es el vano y peligroso empeño por recuperar un mundo perdido o uno
que ni siquiera existió. En él naufragaron los románticos que frente al
progreso de la modernidad querían volver a un estado de naturaleza donde el
hombre apegado a la tierra encontraba de forma natural la bondad y la
felicidad. Frente a la naturaleza sometida a la voluntad del hombre, los
románticos y los nacionalistas querían vivir en un mundo donde el carácter está
definido por la naturaleza: la lengua es fruto de la tierra, los hombres del
lugar. Si asusta la cuestión catalana es porque vemos en ella
un salto atrás, a la premodernidad, al momento del privilegio, al momento
anterior a la subjetividad, donde al individuo se le niega autonomía.
Los
nacionalistas aseguran que no son nacionalistas -eso ha afirmado muchas veces
el filósofo Rubert de Ventós, el mismo que días pasados bailaba en la
Plaça Sant Jaume delante del aparecido Artur
Mas-, se burlan de quienes así les encuadran, ellos son naturales, pura
espontaneidad, mientras que quienes les encaran son artificio, falsedad, extraños
portadores de desencanto. Viven en el interior de la naturaleza –la nación-
entidad única, inmutable y total. Ese es el límite en el que se resuelve su
ansiedad.
El dolor,
mi dolor, no procede de que Cataluña consiga la independencia sino de que la
consiga o no la aspiración de igualdad, libertad y autonomía del individuo en
ese territorio, y por extensión en España, habrá perdido la ocasión, en esta
circunstancia histórica, de dar un paso adelante, al contrario, de que
retrocedamos en el ideal ilustrado de que el pacto político entre ciudadanos
iguales procura una vida más feliz. El impulso épico del inusitado Mas y la
masa del 11 de septiembre no sigue ese ideal igualitario sino uno más antiguo,
el del héroe obligado por el destino aunque ese esfuerzo –y sobre todo si-
lleve a la muerte, imaginaria claro está. En perspectiva, una cosa tal debiera parecer ridícula,
soltar la risa, pero la conjunción de táctica política –presionar para
conseguir más- propia de la historia de CiU, y ocasión única para cumplir “nuestro
destino” hace que la nación catalana en marcha se vea a sí misma como sujeto histórico
cumpliendo una misión. Lo que caracteriza la construcción moderna de Europa, por el contrario, es el fin de la identificación de Estado y nación, una construcción contra la hecatombe de mediados del siglo XX.


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