jueves, 7 de junio de 2012

Las nieves del Kilimanjaro


            Sombras fugaces los individuos con los que nos cruzamos en las calles, en el súper, en el metro, en el bus. Qué sabemos de ellos, cómo son sus vidas, sus desgracias, sus pequeños momentos de placer. Hasta quienes nos roban la cartera tienen una vida paralela a la nuestra que como un pico desciende sobre nosotros para hacernos pasar un mal rato.

            De eso va la última película de Robert Guédiguian, el Ken Loach marsellés. Sobre el telón de fondo de la crisis, que para muchos todavía sigue siendo tan sólo portada de periódico o apertura de telediario, muestra las vidas rotas o a punto de ruptura de un puñado de personas de un barrio marsellés. En el puerto, un grupo de trabajadores convocan a la suerte, una mano sacando nombres de una caja de cartón. Los elegidos se verán en la calle: tendrán que fortalecer su espíritu, adaptarse a la nueva situación, empezar de nuevo en un momento imposible: a algunos les queda la indemnización, la pensión, los ahorros, la casa, los derechos adquiridos, los hijos crecidos, los nietos. A los más jóvenes, nada deeso. Hay un escalón social entre unos y otros, dentro del mismo barrio, lejos todos del mundo infranqueable de los triunfadores.

             Entre los nuevos parados está un viejo sindicalista que ha escogido, haciendo trampas, una papeleta con su propio nombre para ahorrarle el mal trago a otro. Un héroe. Sus compañeros y amigos deciden premiarle con un viaje al Kilimanjaro. Por el camino se cruza un asalto a su casa, en medio de una pequeña celebración: dos hombres armados y enmascarados los golpean, los atan, le roban todo, el dinero de la indemnización, las tarjetas de crédito con sus claves y el cheque del viaje al Kilimanjaro. Además de las heridas físicas y morales. El sindicalista pone la correspondiente denuncia y, por casualidad, en el mismo barrio, descubre a su atracador, un joven de la partida de los despedidos. Peor que eso, descubre sus motivos. Si buscamos causas y circunstancias, ¿quién resulta culpable hasta de los más atroces crímenes? El joven se ocupa de sus dos hermanos en edad escolar; no conocen a su padre; su madre ha decidido pasar de ellos –también ella tiene sus razones y las expone. Aunque el sindicalista decide retirar la denuncia, ya nada se puede hacer, la justicia, iniciado el proceso, es implacable e irreversible. ¿Qué va a pasar con esos dos niños que viven solos, sin que nadie se ocupe de ellos? No faltan lágrimas en esta película roussoniana. El sindicalista y su mujer encontrarán una solución.

            La película de Guédiguian es tierna, lacrimosa a ratos, como digo, todos los personajes son buenos, quizá uno sólo es malo, el único que no expone sus razones, el que lleva al joven despedido al huerto del crimen. Los malos malos son invisibles, ya se sabe, la sociedad, los poderosos, los políticos descastados -lo oímos cada día en el bar-, un indefinido ellos sin rostro, o con el rostro transformado en caricatura. Idealismo a tope, el idealismo roussoniano. También vemos estos días el otro idealismo, el liberal, “dejad que cada cual se gane la vida, no se le pongáis fácil a los vagos y subvencionados”. Como idealizaciones extremas las dos posturas llevan a la injusticia, a la insolidaridad o a la condena de los que nacen en contextos imposibles. Supongo que puede haber un pacto entre Rousseau y Adam Smith. Lo llamábamos Estado del bienestar, ¿estamos a tiempo de preservarlo?

            El idealismo bienintencionado lastra la peli de Robert Guédiguian, le quita credibilidad, aunque, hay que reconocerlo, esa queja también la recoge el director en la propia peli, los hijos del sindicalista se lo reprochan. Una peli para quienes les gustan los buenos sentimientos y piensan que con eso basta para seguir viviendo, es decir, una peli para indignados. Una fábula sacada de un poema de Víctor Hugo.



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