martes, 5 de junio de 2012

La felicidad era asunto del pasado


Consejos para desconectar (y no hacer nada en absoluto)

            Sé que no se puede generalizar, bueno, sí, los científicos lo hacen continuamente, es su función, prevenirnos estudiando el pasado o lo que ahora sucede, pero para quienes no dominamos las especialidades en boga, la neuropsicología, por ejemplo, acudimos a la experiencia que durante siglos ha sido el faro para quienes no querían volver a tropezar. Pero tropezamos. Hablo otra vez de las relaciones personales, ese eufemismo para no decir follar, amar, quererse e iniciar una vida en común. Repaso mis relaciones y veo que todas mis parejas tenían muchas cosas en común. Lo mismo me sucede si miro alrededor. Me parece que lo de una relación para toda la vida pasó a la historia. Nos hemos vuelto más osados, pero también más desgraciados. A la osadía debemos el disfrute inicial, al inconformismo la dureza de las rupturas. Nunca como ahora habrá sido más cierto aquello de que en los momentos de mayor felicidad estaba contenida la pena y el dolor de la separación.

            Cada día que pasa hay mayores posibilidades de distraer, posponer o solucionar nuestras desgracias, produce vértigo el ensanchamiento de nuestro mundo, la casi infinitud de mundos que se abre ante nuestros ojos, envidio a los que son 20, 30 años más jóvenes que yo, la cuestión es, ¿si supiéramos que la relación que ahora comenzamos está condenada al fracaso, la iniciaríamos? Mucho me temo que sí. El amor es ciego, efectivamente. Los procesos químicos que se inician en nuestro cerebro son superiores a nuestra voluntad. Vemos un islote en medio de la multitud y lanzamos el anzuelo o el lazo o las cadenas, es decir, hacemos todo lo posible para encadenarnos a él. En estas cuestiones no aceptamos consejeros, ni abogados, ni psicólogos para que nos adviertan de los inconvenientes o de las consecuencias. Para todas las demás cuestiones de la vida buscamos especialistas y les pagamos generosamente, pero para el asunto del amor, quizá el más importante, descontada la vida, nos fiamos de nuestro instinto, es decir, damos un salto atrás, volvemos a ser los abruptos hombres de la sabana.

            En realidad, cuando nos ponemos a amar o a desear, proyectamos en un objeto animal como nosotros mismos, tendencias o pulsiones prerracionales o directamente irracionales. Luego, esperamos que aquel objeto se comporte como habíamos esperado, lo que es prácticamente imposible. Ese animal tan poco racional, movido por el deseo, suele tener tendencias o pulsiones que no suelen coincidir con las nuestras. Desgraciadamente, sólo nos damos cuenta cuando han pasado los tres años y medio de rigor. Después de ese plazo entra en juego la fortaleza del carácter, machos alfa y machos beta, mujeres conscientes de su nuevo estatus y mujeres complacientes. Durante la prórroga alguien cede, se deja dominar, consiente, hasta que no puede más o hasta que el carácter dominante encuentra poco placentero seguir un juego en el que siempre gana.

            En algún momento, uno de los dos se pregunta, ¿Dios mío, dónde me he metido? La pregunta puede ser dramática si, conseguida la serenidad, se reflexiona sobre pérdidas y ganancias y se llega a la conclusión de que todo son pérdidas. Esa pregunta se la hace quien ha invertido más, quien más empeño ha puesto. Mira al pasado y se dice, ¿cómo es posible que abandonara todo para venir aquí?, ¿para ganar qué? Y lo peor es cuando se constata que no había nada que ganar. Es algo parecido a lo que les sucede a los padres primerizos, urgidos igualmente por las pulsiones naturales, se lanzan de cabeza a por el hijo y de pronto, cuando ya no hay remedio, comprueban cómo les cambia la vida, cómo de golpe constatan que la felicidad es un asunto del pasado. Como en el amor, siempre hay excepciones, pero raras.

            La última secuencia es ver en aquel islote al que decidimos encadenarnos voluntariamente un monstruo, un enfermo, un malvado. Acusaciones gratuitas y maliciosas y, aunque así fuera sería una mala excusa para no aceptar la propia derrota, los años perdidos, la frustración. 

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