Sé que no
se puede generalizar, bueno, sí, los científicos lo hacen continuamente, es su
función, prevenirnos estudiando el pasado o lo que ahora sucede, pero para
quienes no dominamos las especialidades en boga, la neuropsicología, por ejemplo,
acudimos a la experiencia que durante siglos ha sido el faro para quienes no
querían volver a tropezar. Pero tropezamos. Hablo otra vez de las relaciones
personales, ese eufemismo para no decir follar, amar, quererse e iniciar una
vida en común. Repaso mis relaciones y veo que todas mis parejas tenían muchas cosas en común.
Lo mismo me sucede si miro alrededor. Me parece que lo de una relación para
toda la vida pasó a la historia. Nos hemos vuelto más osados, pero también más
desgraciados. A la osadía debemos el disfrute inicial, al inconformismo la
dureza de las rupturas. Nunca como ahora habrá sido más cierto aquello de que
en los momentos de mayor felicidad estaba contenida la pena y el dolor de la
separación.
Cada día
que pasa hay mayores posibilidades de distraer, posponer o solucionar nuestras
desgracias, produce vértigo el ensanchamiento de nuestro mundo, la casi
infinitud de mundos que se abre ante nuestros ojos, envidio a los que son 20,
30 años más jóvenes que yo, la cuestión es, ¿si supiéramos que la relación que
ahora comenzamos está condenada al fracaso, la iniciaríamos? Mucho me temo que sí.
El amor es ciego, efectivamente. Los procesos químicos que se inician en
nuestro cerebro son superiores a nuestra voluntad. Vemos un islote en medio de
la multitud y lanzamos el anzuelo o el lazo o las cadenas, es decir, hacemos
todo lo posible para encadenarnos a él. En estas cuestiones no aceptamos
consejeros, ni abogados, ni psicólogos para que nos adviertan de los
inconvenientes o de las consecuencias. Para todas las demás cuestiones de la
vida buscamos especialistas y les pagamos generosamente, pero para el asunto
del amor, quizá el más importante, descontada la vida, nos fiamos de nuestro
instinto, es decir, damos un salto atrás, volvemos a ser los abruptos hombres
de la sabana.
En
realidad, cuando nos ponemos a amar o a desear, proyectamos en un objeto animal
como nosotros mismos, tendencias o pulsiones prerracionales o directamente
irracionales. Luego, esperamos que aquel objeto se comporte como habíamos
esperado, lo que es prácticamente imposible. Ese animal tan poco racional,
movido por el deseo, suele tener tendencias o pulsiones que no suelen coincidir
con las nuestras. Desgraciadamente, sólo nos damos cuenta cuando han pasado los
tres años y medio de rigor. Después de ese plazo entra en juego la fortaleza
del carácter, machos alfa y machos beta, mujeres conscientes de su nuevo
estatus y mujeres complacientes. Durante la prórroga alguien cede, se deja
dominar, consiente, hasta que no puede más o hasta que el carácter dominante
encuentra poco placentero seguir un juego en el que siempre gana.
En algún
momento, uno de los dos se pregunta, ¿Dios mío, dónde me he metido? La pregunta
puede ser dramática si, conseguida la serenidad, se reflexiona sobre pérdidas y
ganancias y se llega a la conclusión de que todo son pérdidas. Esa pregunta se
la hace quien ha invertido más, quien más empeño ha puesto. Mira al pasado y se
dice, ¿cómo es posible que abandonara todo para venir aquí?, ¿para ganar qué? Y
lo peor es cuando se constata que no había nada que ganar. Es algo parecido a
lo que les sucede a los padres primerizos, urgidos igualmente por las pulsiones
naturales, se lanzan de cabeza a por el hijo y de pronto, cuando ya no hay
remedio, comprueban cómo les cambia la vida, cómo de golpe constatan que la
felicidad es un asunto del pasado. Como en el amor, siempre hay excepciones,
pero raras.
La última
secuencia es ver en aquel islote al que decidimos encadenarnos voluntariamente
un monstruo, un enfermo, un malvado. Acusaciones gratuitas y maliciosas y, aunque así fuera sería una mala
excusa para no aceptar la propia derrota, los años perdidos, la frustración.
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