lunes, 25 de junio de 2012

Desconchones


Apeadero de la estación de Canfranc

            En general, ante la aparente irregularidad del mundo, somos atraídos por la simetría, por la proporción. Nuestros museos están llenos del anhelo de perfección. El arte recorre los siglos repitiendo cánones con ligeras variaciones de un periodo a otro. Aunque hay momentos en que la repetición cansa y busca con ahínco la asimetría, las imperfecciones. Si uno se planta delante de una catedral, perfilada por el fondo azul de un cielo limpio, ve el increíble empeño de una legión de canteros, creyendo que si esa mañana hacían bien su trabajo salvaban al mundo, golpeando la piedra sin estar presionados por el tiempo. Una catedral es la combinación, compartiendo el mismo espacio, del anhelo de perfección y de las irregularidades que han añadido la acumulación y el paso del tiempo.

            El museo más moderno no puede competir con la belleza de una catedral que, aunque estática, sigue construyéndose, porque las horas y los siglos siguen allí donde el cantero terminó, deshaciendo, ahondando en la belleza de lo irregular.

            La atracción por las ruinas es el espectáculo de la obra madura, la belleza que la naturaleza impone mediante el azar en la obra del hombre. Porque, al fin, no es la perfección lo que nos seduce, ni el genio, ni el ingenio, todos ellos inmateriales y fríos, sino la singularidad, su belleza irregular, imperfecta, viva. No nos enamoramos de la Perfección sino en el delirio místico del fanático. Quizá algún día, las vidrieras rotas de un rascacielos de Mies van der Rohe o los desconchones de un hito arquitectónico del Golfo puedan competir con la catedral de Burgos, si son capaces de perdurar tanto como ella.

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