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Apeadero de la estación de Canfranc |
En general,
ante la aparente irregularidad del mundo, somos atraídos por la simetría, por
la proporción. Nuestros museos están llenos del anhelo de perfección. El arte
recorre los siglos repitiendo cánones con ligeras variaciones de un periodo a
otro. Aunque hay momentos en que la repetición cansa y busca con ahínco la
asimetría, las imperfecciones. Si uno se planta delante de una catedral, perfilada
por el fondo azul de un cielo limpio, ve el increíble empeño de una legión de
canteros, creyendo que si esa mañana hacían bien su trabajo salvaban al mundo, golpeando
la piedra sin estar presionados por el tiempo. Una catedral es la combinación, compartiendo
el mismo espacio, del anhelo de perfección y de las irregularidades que han
añadido la acumulación y el paso del tiempo.
El museo
más moderno no puede competir con la belleza de una catedral que, aunque
estática, sigue construyéndose, porque las horas y los siglos siguen allí donde
el cantero terminó, deshaciendo, ahondando en la belleza de lo irregular.
La
atracción por las ruinas es el espectáculo de la obra madura, la belleza que la
naturaleza impone mediante el azar en la obra del hombre. Porque, al fin, no es
la perfección lo que nos seduce, ni el genio, ni el ingenio, todos ellos
inmateriales y fríos, sino la singularidad, su belleza irregular, imperfecta, viva.
No nos enamoramos de la
Perfección sino en el delirio místico del fanático. Quizá
algún día, las vidrieras rotas de un rascacielos de Mies van der Rohe o los
desconchones de un hito arquitectónico del Golfo puedan competir con la
catedral de Burgos, si son capaces de perdurar tanto como ella.
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