Paseo por las salas de Caixaforum Madrid. En la calle se
superan los 30 grados, en este mayo loco, en la exposición de Piranesi se está
muy bien, puedo demorarme delante de sus vedute de Roma, o sentarme ante
el magnífico video que muestra en 3D sus cárceles imaginarias. En cambio en las
salas dedicadas a los ballets rusos, un piso más abajo, es imposible demorarse
a menos de arriesgarse a coger una neumonía. El estado de ánimo, la exaltación
o decaimiento emocional, tienen mucho que ver en el aprecio o desinterés por el
arte, y hoy, lo reconozco, tengo el día un poco tonto.
Las dos
exposiciones tienen material para dar gusto a los aficionados a la arqueología
fantástica de Piranesi o a los figurines de Larionov o de Picasso, no creo que
un mismo aficionado pueda degustar ambas exposiciones a la vez. A mí los
figurines, las fotografías, los carteles y los pocos vídeos que conmemoran la
inventiva del equipo que reunió el director ruso me han aburrido, como me pasa
con el ballet, no soy capaz de encontrarle el qué. Además me ha dado la impresión
de que esa historia la he oído muchas veces; ya cansa tanta charlatanería en
torno a las vanguardias, o a la estrecha relación del ruso con Alfonso XIII o a
que sus ballets se refugiaran en España durante los años de la Primera Guerra
Mundial. Quizá Diaghilev dio el paso decisivo para que el ballet pasara a las salas
de conciertos, pero a mí eso me deja frío, no soy capaz de disfrutar de ese
arte. Qué le vamos a hacer.
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