Han tenido
que pasar unas cuantas décadas para que El sonido y la furia de Faulkner
y El Ulises de Joyce tuvieran una réplica sólo a un par de palmos por
debajo. La diferencia es que a Jennifer Egan cualquiera con algo de curiosidad
la puede leer hasta el final, en cambio la mayoría de los lectores de Faulkner
y Joyce desistieron en un mar de bostezos.
Jennifer
Egan llena su trama con un montón de personajes vivos, actuales y
representativos, cada uno de los cuáles es visto con humor, dramatismo y acidez
por alguien de su entorno, por lo que no aparecen como esculturas de busto
redondo como en las novelas convencionales, sino como reflejos en las pieles
pálidas de otros personajes que no alcanzan entidad sino recortados en el
movimiento continuo de hombres y mujeres bailando en una pista recién regada,
iluminada por los rayos del sol que se cuelan entre las nubes.
Cada
capítulo tiene entidad propia, es un relato acabado y está narrado por una voz diferente cada vez. Trece relatos que funcionan de manera independiente, pero que juntos conforman un mundo. Para el lector nunca se acaban las sorpresas. Esa voz que narra es alguien a quien acabamos de ver por otros ojos y en una época distinta,
anterior o posterior, con otra edad, en circunstancias totalmente diferentes y
del que incluso podemos saber cómo puede acabar, porque en otro capítulo nos lo han adelantado. Es decir, sabemos más que el propio narrador, lo
que ya es rizar el rizo. La sabiduría técnica de Jennifer Egan no se comprende
sin pensar en el cubismo, en Borges, en Cortázar, en Manhattan Transfer, en la
evolución de las técnicas artísticas y narrativas del último siglo, pero asumiéndolas de
forma tan natural que el lector no tiene entre manos una de aquellas novelas
experimentales en las que nos vimos obligados a sumergirnos para ser modernos. No tendrá la impresión de estar pasando unas horas en el infierno. Pero no sólo el
arte de vanguardia está ahí, también las modernas series que han revolucionado
la televisión y el cine: sus personajes, sus tramas, sus decorados, su modo de
percibir el presente cambiante. Si alguien se merecía un premio como el
Pulitzer era esta novela.
Lo que le sucede a cada uno de los personajes, cuyas vidas se mezclan y alborotan, es anecdótico: Bennie Salazar, ex músico de punk y productor, sus amigos y amantes, Sasha, una cleptómana que trabaja en su oficina, Bosco, un músico que tras caer en el olvido, planea una gira definitiva donde al final se suicidará o Dolly, entre tantos otros, a cuya agencia publicitaria hundida tras un mal negocio acude un dictador genocida.
Lo que le sucede a cada uno de los personajes, cuyas vidas se mezclan y alborotan, es anecdótico: Bennie Salazar, ex músico de punk y productor, sus amigos y amantes, Sasha, una cleptómana que trabaja en su oficina, Bosco, un músico que tras caer en el olvido, planea una gira definitiva donde al final se suicidará o Dolly, entre tantos otros, a cuya agencia publicitaria hundida tras un mal negocio acude un dictador genocida.
El
protagonista absoluto de la novela es el tiempo enunciado en el título, El
tiempo es un canalla, su inexorable paso: vemos cómo voltea a los
personajes, cómo los trasforma, cómo incumple la promesa de eternidad inscrita
en los cuerpos jóvenes. Como se dice más de una vez en la novela, cada tantos
años, después de la renovación celular, nadie se reconoce en aquel individuo
que llevaba nuestro propio nombre. Junto con los hombres cambia el decorado de
sus vidas, las ciudades, el paisaje, los interiores, la tecnología, las
relaciones y la música, porque si hay un hilo conductor, un código común que
entienden los personajes es la música de las últimas décadas, los grupos, sus
canciones y el final de las discográficas que del esplendor de los setenta y los ochenta han caído en la absoluta miseria. Así los personajes, así nuestras vidas.
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