
Pasaron
catorce generaciones, donde cada parte del mundo hizo su propia vida separada,
hasta que unos ingleses organizaron una expedición para reptar por el imposible
y agreste Parascotepetl. Debían guiarles cuatro expertos alpinistas suizos,
pero uno de ellos sufrió un percance y tuvo que ser sustituido por un hombre de
la zona. Ascendieron por paredes verticales, sorteando la nieve y los
glaciares, hicieron noche en un saliente; entonces el guía de la zona resbaló
en el hielo y fue rodando, arrastrado por avalanchas hasta ser depositado
milagrosamente en la punta de una falda de la montaña que daba a un abrupto
precipicio. Cuando recobró el sentido, se palpó las heridas, comprobó los daños
en su impedimenta, el piolet y el sombrero perdidos, evaluó la forma de salir
de allí y vio, a lo lejos, un angosto paso, se encaminó hacia esa salida que
daba a un barranco taponado por enormes piedras, las escaló como pudo y vio que
al otro lado había un valle protegido por una muralla y un canal que lo
circundaba, que recogía el agua que bajaba de la montaña.
Cada cosa
que veía lo asombraba, las puertas abiertas en la muralla, los pequeños regatos
que saliendo del canal llevaban el agua a hermosas plantas llenas de grandes
flores que se situaban a un lado y a otro de pequeños senderos construidos con
placas de piedras negras y blancas, y al fondo un poblado de cabañas con
puertas pero sin ventanas, con paredes cubiertas de yeso de diferentes colores.
En seguida se vio rodeado de hombres que lo palpaban y hablaban de él como de
un extraño que venía de las rocas. Él quiso explicarse pero no le prestaban
atención porque no entendían sus palabras extrañas, inconexas, sin sentido.
Pronto comprobó que estaban ciegos. Lo llevaron a una gran sala a oscuras en
que se vio asaltado por manos que le palpaban, especialmente las cercanías de
los ojos, las pestañas, los párpados, las cuencas. Decían que ese hombre
extraño acababa de nacer y que habría que educarlo. Núñez, que así dijo
llamarse el hombre, vio la posibilidad de hacerse el rey de aquel país de
ciegos. Se repetía: “En el país de los ciegos, el tuerto es rey”. Comprobó las
extrañas costumbres del país, dormían de día y trabajaban de noche, tenían muy
desarrollados el tacto y el olfato y parecían extrañamente adaptados a su
ceguera, de modo que no parecían tener necesidades ni añorar otra cosa que lo
que tenían. Se podría decir de aquellos hombres que eran felices. Núñez comenzó
un día a hablarles de lo que no conocían, de la vida al otro lado de las
montañas y por debajo de donde ellos vivían, de la gran ciudad de la que venía,
Bogotá –los ciegos dieron por ello en llamarle Bogotá-, del reflejo de la luna
sobre la nieve, de las sombras violáceas del atardecer, de las estrellas y la
hondura del firmamento, pero no le hacían caso y le tomaban por los delirios de
un enfermo.
Núñez tomó un día una pala y les dijo que a partir de ese momento le habrían de obedecer porque el se proclamaba su rey. Golpeó a uno de ellos con la pala, pero entonces ellos enarbolaron las suyas, Núñez tuvo que huir y se vio acorralado, tuvo que sortearlos con dificultad y correr hasta una puerta de la muralla, salir y ascender por encima de las rocas. Así estuvo un par de días hasta que el frío y el hambre lo vencieron. Entonces volvió al poblado y les dijo que estaba arrepentido, lloroso, suplicó piedad, que le permitieran vivir entre ellos. Un hombre aceptó tenerlo consigo y enseñarle la vida en sociedad. Núñez se fue adaptando, aprendió a utilizar el tacto, a oír el latido y el ritmo de las pisadas, a dar importancia al tono en que se decían las cosas. Con el tiempo se fijó en una muchacha que no tenía los ojos tan hundidos ni los párpados tan colorados como el resto, una muchacha que le pareció muy atractiva y de la que acabó enamorándose. Le contó lo que veía, lo que había visto lejos de allí, sin que ella se lo tomara demasiado en serio. Cuando llegó el momento de proponer a su padre el matrimonio, el consejo de ancianos deliberó sin llegar a una conclusión, creían que aún no estaba preparado para ello, lo veían rudo, poco refinado para que pudiese dar hijos a la comunidad, hasta que un médico, el curandero más sabio encontró la solución, había que extirparle los ojos, pues cómo si no liberarle de la enfermedad que padecía. Núñez habló con su amada, Medina-saroté. Ésta le confirmó que esa era la única solución para que pudiesen casarse, que es lo que esperaba de él. Núñez pasó unos cuantos días y noches malos, a la espera de que llegase el momento de la operación, cada vez más inquieto pero dispuesto a aceptarla con tal de conseguir la unión con su amada.
El último día mientras la comunidad dormía, Núñez atravesó la muralla, subió a las rocas y contempló el poblado y luego el firmamento y la mole del Parascotepetl sobre su cabeza. Vio la dificultad de escalarlo, lo difícil que sería salir del valle, pero lo hizo, empezó a escalar, cuando llegó al saliente desde el que había caído echó la vista atrás y vio ya muy lejos el perdido poblado, vio sus heridas, otras vez su ropa desgarrada, contempló la belleza del mundo, en las paredes de roca la sutil belleza de una vena de mineral verdoso incrustada en el gris, el destello ocasional de facetas de cristal y junto a sí líquenes delicadamente hermosos, las sombras del desfiladero que se teñían de púrpura, la inmensidad sin límites del cielo.
Núñez tomó un día una pala y les dijo que a partir de ese momento le habrían de obedecer porque el se proclamaba su rey. Golpeó a uno de ellos con la pala, pero entonces ellos enarbolaron las suyas, Núñez tuvo que huir y se vio acorralado, tuvo que sortearlos con dificultad y correr hasta una puerta de la muralla, salir y ascender por encima de las rocas. Así estuvo un par de días hasta que el frío y el hambre lo vencieron. Entonces volvió al poblado y les dijo que estaba arrepentido, lloroso, suplicó piedad, que le permitieran vivir entre ellos. Un hombre aceptó tenerlo consigo y enseñarle la vida en sociedad. Núñez se fue adaptando, aprendió a utilizar el tacto, a oír el latido y el ritmo de las pisadas, a dar importancia al tono en que se decían las cosas. Con el tiempo se fijó en una muchacha que no tenía los ojos tan hundidos ni los párpados tan colorados como el resto, una muchacha que le pareció muy atractiva y de la que acabó enamorándose. Le contó lo que veía, lo que había visto lejos de allí, sin que ella se lo tomara demasiado en serio. Cuando llegó el momento de proponer a su padre el matrimonio, el consejo de ancianos deliberó sin llegar a una conclusión, creían que aún no estaba preparado para ello, lo veían rudo, poco refinado para que pudiese dar hijos a la comunidad, hasta que un médico, el curandero más sabio encontró la solución, había que extirparle los ojos, pues cómo si no liberarle de la enfermedad que padecía. Núñez habló con su amada, Medina-saroté. Ésta le confirmó que esa era la única solución para que pudiesen casarse, que es lo que esperaba de él. Núñez pasó unos cuantos días y noches malos, a la espera de que llegase el momento de la operación, cada vez más inquieto pero dispuesto a aceptarla con tal de conseguir la unión con su amada.
El último día mientras la comunidad dormía, Núñez atravesó la muralla, subió a las rocas y contempló el poblado y luego el firmamento y la mole del Parascotepetl sobre su cabeza. Vio la dificultad de escalarlo, lo difícil que sería salir del valle, pero lo hizo, empezó a escalar, cuando llegó al saliente desde el que había caído echó la vista atrás y vio ya muy lejos el perdido poblado, vio sus heridas, otras vez su ropa desgarrada, contempló la belleza del mundo, en las paredes de roca la sutil belleza de una vena de mineral verdoso incrustada en el gris, el destello ocasional de facetas de cristal y junto a sí líquenes delicadamente hermosos, las sombras del desfiladero que se teñían de púrpura, la inmensidad sin límites del cielo.
(Este es mi resumen de la historia de H.G.Wells)
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