Entre 1916 y 1927 hubo una gran epidemia de la enfermedad
del sueño o encefalitis letárgica. Los primeros síntomas benignos aparecían enseguida,
pero la enfermedad con toda su violencia iría manifestándose en los años
siguientes. Era una enfermedad extraña que se mostraba de modo dispar, bien
como parálisis agitante como la denominó el médico londinense James
Parkinson, desde la celeridad y el apresuramiento tanto en los andares como en
el habla hasta la rigidez, catatonia o acinesia o dificultad para moverse que
impide a los pacientes moverse, hablar o pensar, llevándolos a una parálisis
total. Lo curioso de esta enfermedad –no sé si de todas- es que no afecta a
todos los pacientes por igual, de modo que cuando empezó a ser diagnosticada a
pacientes con el mismo cuadro se les diagnosticó de modo muy diverso desde
delirio epidémico a poliomielitis atípica. Parece que afectó a cinco millones
de personas. Un tercio murieron en las etapas agudas de la enfermedad. Los
demás se recuperaron por completo y pudieron hacer una vida normal pero al cabo
de unas décadas volvieron a tener trastornos neurológicos hacia la incapacidad.
Durante muchos años no experimentaron nuevos síntomas pero a partir de 1930 de
forma paulatina la mayoría de los supervivientes “fueron tragados por un
remolino cada vez más profundo de enfermedad, desesperación e inimaginable
soledad”: cayeron en el letargo, la apatía y la somnolencia, quedaron inmóviles
y mudos. Fueron internados en hospitales para enfermos crónicos, en asilos de
ancianos o en manicomios, olvidados por sus familiares y condenados a vivir una
vida vegetal esperando que llegase la muerte. Sólo un puñado sobrevivió. Los
que lo hicieron no llegaron a despertar del todo, se convirtieron en seres
pasivos, en volcanes extintos, en expresión de uno de los médicos que
analizó la enfermedad, sometidos a crisis intensas de alucinaciones y bloqueos
que desaparecían tan rápidamente como llegaban. Sin embargo, los pacientes
conservaban la inteligencia y la imaginación por lo que eran conscientes de lo
que les ocurría. “Su destino era convertirse en testigos excepcionales de una
catástrofe excepcional”.
El
neurólogo Oliver Sacks encontró a unos ochenta de estos pacientes catatónicos en
el hospital Monte Carmelo de New York en 1966. Y asistió a su despertar,
gracias al suministro de un milagroso fármaco, la dopamina o L-dopa
a partir de 1969. Los pacientes y algunos médicos creyeron en sus propiedades
milagrosas. Durante algunas semanas los resultados fueron prodigiosos, los pacientes
parecieron despertar de su largo sueño de cuarenta o cincuenta años: caminaban,
gritaban, recobraban el mundo perdido, hasta que aparecieron los efectos secundarios
y hubo que abandonarlo, reducirlo o combinarlo con otros tratamientos químicos.
La reacción fue muy diferente en cada uno de los pacientes. Pocos alcanzaron un
equilibrio entre la ganancia y la pérdida, la mayoría volvió al estado anterior.
Sacks narró
esta historia en un libro que alcanzó un gran éxito: Despertares. En él
además de describir la historia de la enfermedad y la del fármaco narra las
biografías médicas de sus pacientes, uno a uno, describiendo su particularidad
y los efectos de la dopamina en cada uno de ellos. El libro tuvo muchas
ediciones -la primera en 1973, la que le dio fama en 1983, yo leo la edición de
bolsillo de 2011-, sus historias fueron recogidas en documentales, convertidas
en obras de teatro, una de ellas de Harold Pinter o llevadas al cine, en una
película interpretada por Robert de Niro y Robin Williams. En las sucesivas
ediciones, el libro ha ido creciendo, contando su recepción y sus efectos.
El libro no sólo trata del despertar de los pacientes
catatónicos, aunque es el asunto principal, también reflexiona sobre la
credulidad y los medicamentos milagro, credulidad de la que participaron por
ejemplo Freud con la cocaína, Williams James con el óxido nitroso y Havellock
Ellis con el mezcal, sobre la particularidad de cada paciente, la enfermedad
actúa de modo distinto en cada paciente, de la conversión de los hospitales en
lugares fríos, jerárquicos, que en el caso de determinadas enfermedades no
contribuye a su curación o alivio.
Oliver
Sacks escribe de forma tan cuidada y sencilla que en ningún momento sentimos
que lo que nos explica sea incomprensible, aun cuando describa las complejidades
científicas del asunto. Sus historias se leen como una novela, inclusive son
suspense.
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