miércoles, 30 de noviembre de 2011

Una autobiografía soterrada, de Sergio Pitol


Al final de Una autobiografía soterrada se cita este verso de un soneto de Carlos Pellicer “Del bosque entero harás carpintería”. En El Mundo de hoy, Pedro G. Cuartango se refiere a la entropología de Lévi-Strauss, según la cual, “el desarrollo histórico del ser humano se basa en la destrucción, la gran fuerza que mueve la Historia”. Sin embargo, siglo a siglo, la historia de la humanidad demuestra que a los momentos de destrucción suceden explosiones creativas. De la guerra incruenta y destructiva que estamos vivimos surgirá el nuevo mundo del siglo XXI que la tecnología viene anunciando. Incorregibles optimistas. Sergio Pitol escribe este libro para mostrar sus herramientas de carpintero, por lealtad al lector y a sus textos, dice. Afirma que es incapaz de elaborar una Ars Poetica, pero sí una Ars Combinatoria. En varios capítulos nada densos describe cómo emergieron sus cuentos y sus novelas, que sucesos reales les dieron pie, alguno muy divertido como la loca esposa de un amigo suyo, Billie, que en Roma se dedicó, en ausencia de su marido, a destrozar el restaurante donde comían Pitol y ella, lo que a él le costó “el mismo precio que un pasaje Moscú-Roma-Moscú”. Pitol huye de abstrusas teorías para explicar su modo de escribir, lo que pretende, lo que ha logrado, el valor que tenga dedicarse a novelar la vida. Y como lo suyo es la literatura no encuentra mejor modo de explicarse que comentar una larga cita de Borges.

            “Apunta Borges que fue en la página 278 del libro La poesía de Benedetto Croce donde encontró, abreviado, el texto del historiador latino Pablo el Diácono que trata del destino y la muerte de Droctulft, cuya lectura lo conmovió profundamente. Es una historia en apariencia simple y en el fondo ejemplar: Droctulft, un bárbaro, un fiero lombardo, marcha con los hombres de su tribu hacia el Sur; un afán común los mueve, un afán utilitario, podríamos decir: saquear las ricas ciudades del Sur, y otro, más animal, más placentero y tal vez más intenso: destruirlas. Al contemplar Rávena, el guerrero cambia de bando y muere en defensa de la ciudad que había comenzado por atacar. El texto de Borges es breve, lleva por título “Historia del guerrero y de la cautiva”. En los párrafos dedicados al guerrero se percibe un asombro y una emoción que el autor rara vez prodigó en su escritura. Parecería que tuviese en mente circunstancias cercanas, tal vez referentes a esa fatal discordia que marca nuestra historia, uno de cuyos polos es la civilización y otro la barbarie. 
Imaginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft, que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra del olvidó y de la memoria. A través de una oscura geografía de selvas y de ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y del Elba, y tal vez no sabía que iba al Sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en cabaña en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto, que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. 
            El bárbaro muere en su defensa; la ciudad lo sepulta con honores. Borges concluye: “No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado, un converso”.
            El texto me parece el mayor homenaje que pueda rendirse a la civilización. La mejor Roma evoca el triunfo del orden sobre el caos, la multiplicación de avenidas y jardines, de valles racionalmente cubiertos de viñedos y olivares, de carreteras, anfiteatros y acueductos, pero también la creación de una convivencia en gracia al derecho donde el hombre pueda ser ya no lobo del hobre, como dijo Plauto, y luego Hobbes y luego medio mundo. Justinano está aún presente en nuestras legislaciones contemporáneas”.

Este libro de Sergio Pitol suena a despedida, “mi último libro, y el final de mi obra”, ha declarado, como si lanzara pistas a sus intérpretes y lectores sobre como ha de leerse su obra, de los autores -Ford Madox Ford, Borges, el Siglo de Oro español, Gombrowicz, la literatura rusa-, con los que le gustaría reposar, pues leyéndolo parece que lo suyo más que escribir era leer. “Escribir ha sido para mí, escribe Pitol, dejar un testimonio personal de la mutación constante del mundo”.


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