jueves, 10 de noviembre de 2011

Sigue en pie la última certeza, no existe el absoluto




Cuando todo parecía estar bien trabado y comprendido, el orden del cosmos, el sentido de la vida, el progreso de la humanidad, el autocontrol del individuo, de pronto, inesperadamente, el caos se extiende con su perfil irregular y opaco, trastabillan nuestras creencias, queda hecho añicos el optimismo de dos siglos. En otros periodos de la historia, en otras crisis que parecían tremebundas, surgió una mente que agrupó los hilos sueltos en una explicación sencilla y coherente y el mundo recobró su rutina: Einstein, Freud, Keynes.
Llevamos cuatro años sumergidos, con la luz cada vez más distante, en una opacidad cárdena, todo lo que parecía imposible está sucediendo, cada vez hace más frío, pisamos sin encontrar suelo, no entendemos nada de lo que ocurre, ninguna mente brillante abre puerta alguna, todos los que hablan son agoreros, profetas de catástrofes, cada uno de los sucesos parece duplicar una escena ya anunciada en una de las muchas pelis de catástrofes, tan de moda en los últimos años.

Pero en algún momento haremos pie, ¿no?, podremos impulsarnos hacia arriba, ¿no?, en algún lugar habrá un límite que impedirá seguir cayendo, ¿no?, no existe la quiebra absoluta, ¿verdad?, ¿no queda en pie, esa última certeza, la de que no existen absolutos? Hay ahí una mente brillante y genial que comprende y explica, que ata los últimos cabos para mostrar la salida, ¿no?

El mundo está cambiando. No se trata de que los empleos basura se hayan ido a Asia -las cadenas de montaje de los iPhones-, miremos alrededor, dónde están los antiguos empleados de los aeropuertos que tramitaban las tarjetas de embarque, los serviciales agentes de las oficinas de viaje, las cajeras que nos devolvían las monedas sueltas, aquellas dulces mujeres que nos atendía al otro lado del teléfono, la legión de administrativos y secretarias, los mecánicos de talleres. Viejas profesiones barridas por los tontitos de la clase que en vez de estudiar filosofía, psicología o griego aprendieron a escribir código, a crear anuncios en páginas web o analizar estadísticas de movimientos en la red, pero son unos pocos, a los otros, en un escalón inferior, ya no les llaman para juntar ladrillos. Se acabaron los trabajos rutinarios y los masivos. Los robots hacen estragos.

Es evidente que Berlusconi y Hu, Merkosy y Rubalcoy -¿alguien vio valentía en sus ojos el pasado debate, alguien vio chispa? sólo asesores de mercadotecnia más mediocres que ellos-, son demasiado viejos para entender los nuevos procesos, los viejos partidos y sus rutinas, los viejos empresarios, ¡Mirad las caras de esos consejos de administración!, los viejos líderes de opinión, ¿¡Gabilondo!? -dice hoy en el periódico uno de ellos: “Las tabletas no son para mi generación. Nada reemplaza el libro de papel” (Bernard Pivot)-, por no hablar de los publicitarios -¿alguien se ha detenido a mirar los anuncios de la carretera o a oír las cuñas de la radio-, impelidos por la inercia están apegados a un mundo caduco, a un pasado remoto, un tapón que impide el ascenso de mentes frescas. Pero, en fin, se detendrá la caída, la catástrofe absoluta no existe.

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