domingo, 13 de noviembre de 2011

Ciencia, Literatura




Pone Ian McEwan en el discurrir mental de su protagonista: 
“La semana de Milton le hizo sospechar un engaño monstruoso. Leerlo había sido una paliza, pero no encontró nada que remotamente pudiera considerarse un desafío intelectual, nada comparable al grado de dificultad que encontraba todos los días en su curso. La misma semana de la cena en Randolph había estudiado la escala de Ricci y finalmente había comprendido su uso en la relatividad general. Por fin creyó asimilar aquellas extraordinarias ecuaciones. La Teoría ya no era una abstracción, era sensual, sentía el modo en que la materia podía combinar la estructura sin fisuras del espacio-tiempo, y la forma en que esta estructura influía en el movimiento de los objetos, cómo una curvatura evocaba la gravedad. Podía pasarse media hora contemplando el puñado de términos y los subíndices del meollo de las ecuaciones de campo y comprender por qué el propio Einstein había hablado de su “incomparable belleza” y por qué Max Born había dicho que era “la proeza más grande del pensamiento humano sobre la naturaleza”.
“Esta comprensión era el equivalente mental de levantar pesas muy grandes: no era posible al primer intento. Él y sus condiscípulos tenían todos los días clases y trabajo de laboratorio desde las nueve hasta las cinco, durante las cuales trataban de desentrañar algunas de las cosas más difíciles jamás pensadas. Los estudiantes de letras se levantaban de la cama a mediodía para sus dos clases semanales. Sospechaba que en ellas no se hablaba de nada que no pudiese entender cualquiera con una pizca de cerebro. Había leído cuatro de los mejores ensayos de Milton. Sabía. Y sin embargo aquellos dormilones pasaban por ser superiores, y se había dejado intimidar por ellos. Ya no.”
(Solar, Ian McEwan)

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