martes, 8 de noviembre de 2011

Los siete puentes

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Estamos en el valle del Oja, cerca de Ezcaray. La lluvia comienza al bajar del autobús. Ponerse las botas de montaña bajo el paraguas, cargar con la mochila, enfundarla, ponerse el impermeable, abrir los bastones, ponerse a caminar. La lluvia nos acompañará toda la jornada. En seguida remontamos el pequeño valle del Usaya. Junto al agua que cae inmisericorde, que resbala por las hojas del otoño, el agua que desciende de la montaña, que salta, que zigzaguea, que se esconde y vuelve a aparecer y el agua que impregna las botas, las traspasa y las inunda. Incluso bajo la lluvia, este es un paraje hermoso: las hojas de color cambiante del bosque de hayas, el lecho mullido del camino que remonta el vallecillo, la fila de excursionistas que lo llenan de colores vivos con sus impermeables y paraguas.

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La ruta tiene muchos encantos, además del colorido otoñal y el lento movimiento ascendente de los paraguas, los puentes que debemos atravesar a lo largo del camino. Son puentecillos hechos con pequeños troncos enlazados, tendidos para salvar la corriente. El primero es el de los escalones de piedra sobre los que golpea y resuena el río. Hay que pasar con cuidado sobre la superficie resbaladiza de los troncos y las piedras, afianzar los bastones, asegurar cada paso.

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El segundo aparece tras un recodo oculto tras la maleza, que para Josu un guía de montaña del norte de Burgos no habría que llamar tal sino bueneza porque en general estos matojos que están en los linderos de las tierras protegen a la pequeña fauna y aguantan el suelo escurridizo. El río se tuerce en una curva de noventa grados. Un poco más arriba un haya centenaria, enorme, muestra sus muñones.

El tercero es el punte del avellano, un avellano imponente que se yergue con sus colores cobrizos al otro lado de la tira de troncos que salvan el río.
El cuarto es el puente inclinado, en ligera pendiente, al que le falta un peldaño, resbaladizo.
Más arriba, el de los troncos que se desatan, el quinto, que bailan bajo los pies. Una pequeña roca erguida como un mojón guarda el paso. El suelo además de la hojarasca húmeda se llena de musgo.

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El sexto es el de las pequeñas cascadas. El camino gana en pendiente, el lecho del río se llena de piedras y el agua con fuerza salta sobre ellas.
Y llegamos al séptimo. El último. Afianzo el bastón entre los troncos, luego un pie, firme, y después el otro, que resbala. Me aguanta el bastón clavado. Es el puente de las caídas. Alguno baila sobre los troncos húmedos, lustrosos, y cae sobre las posaderas, que también resbalan, y aterriza en el lecho del río. Otros prefieren pasar sentados, arrastrándose y, por fin, alguien tiende un gran tronco sobre el agua para poner en él los pies y en el puentecillo las manos.

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Aún nos quedará vadear dos veces más el río, los saltos de las manos. El grupo una cadena de manos que impulsa el salto para no caer. En la cabecera del valle se ha acumulado la primera nieve, que se deshace bajo la lluvia. Los pinos suceden a las hayas. Un par de abetos, o eso parecen, amarillean como lámparas encendidas. Luego el descenso, pesado, los pies chapoteando dentro de las botas. El cansancio, las ganas de acabar. El autocar. Despojarse de todo, ponerse ropa seca y, en Ezcaray, la comida caliente, en El Albergue o en Casa Masip.


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