sábado, 29 de octubre de 2011

Del wailjaq al ámbar



Hace algunas semanas alguien hablaba en el periódico, creo que Fernando Aramburu, de la deshabituación general a captar un color que existiría en la naturaleza. El autor daba una palabra que no recuerdo para nombrarlo, era un nombre extraño, pero sin embargo hacía referencia al color de la miel, y que como el idioma no lo nombra lo asociamos a otros colores. Lo he recordado leyendo una entrevista con un escritor ruso Valdimir Makanin, quien afirmaba de modo sorprendente: "Ha habido momentos en que la belleza me ha salvado... Sí, la belleza intenta salvar el mundo. Ella nos acompaña, va a nuestro lado". Mi primera reacción al leer dichas palabras ha sido la de incredulidad, ¿cómo la belleza podría salvarnos?, y luego de ironía. Ya se sabe que los escritores y artistas tienden a comportarse como una aristocracia extramundana, ajena a la vida común. Sin embargo cuando he releído detenidamente lo que Makanin decía he suspendido la incredulidad y he recordado. Le preguntan, “¿Usted cree eso, que la belleza nos salvará?” Y Makanin responde:
“Bueno, a mí, por lo menos, sí ha habido momentos en que me ha salvado... Sí, la belleza intenta salvar el mundo. Ella nos acompaña, va a nuestro lado. Se puede decir que está abrumándonos, preguntándonos: ¿qué estamos haciendo nosotros? A veces, después de hacer algo malo, feo, ofender a alguna persona o incluso matar a alguien... uno piensa que es muy malo, y que está perdido. Y de repente esta misma persona ve un paisaje precioso, montañas... Y en este mismo momento cobra nueva vida y esperanzas para alcanzar en su futuro algo mejor. En esta lucha por el alma de una persona, muchas veces la belleza pierde, pero no se cansa, lo sigue intentado”. 
Entonces he recordado mi viaje de ayer mismo. La extraordinaria luz del atardecer que cubría el paisaje, primero soriano y luego aragonés. Durante una hora o algo más caminar de espaldas al sol poniente fue una pura delicia, algo que deseaba que no acabase. Sentí que la belleza caminaba a nuestro lado. Discutía con mi acompañante si la calidad de la luz sobre los campos secos de Soria era ambarina o melosa o si simplemente con calificarla de amarilla bastaba. Es verdad que en el horizonte se suspendían nubes de lluvia y el cielo amortiguaba la luz, es verdad que el tobogán de los montes del macizo del Moncayo, secos y ralos al entrar en la provincia de Zaragoza por Almazán y Calatayud, potenciaba la tendencia de la luz a palidecer, a diluir el amarillo en ámbar, pero yo aseguraba que lo que veíamos era ese color al que nos hemos deshabituado y que si ya teníamos el nombre, ámbar por qué darle otro, tan raro. Era un paisaje líquido que más que encandilar los ojos pedía ser envasado y bebido a tragos largos. Una belleza que mientras la disfrutábamos ya estaba provocando la melancolía de su desaparición.

Por cierto, busco y encuentro, la palabra que utilizaba Aramburu era wailjaq.

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