jueves, 2 de junio de 2011

Némesis

Es difícil no acabar la última novela de Philip Roth sin lágrimas en los ojos. Sus novelas plantean dilemas morales, sus personajes están atrapados por una educación estricta, en general judíos de clase media, nacidos en el seno de familias acomodadas, de formación universitaria, e imbuidos de responsabilidad. Su vida encarrilada por la fe, la familia, el deber, está sometida a unas normas estrictas que no se pueden saltar sin gran quebranto.
Bucky Cantor estaba predestinado a ser el director deportivo de una escuela de Newark. Tenía las condiciones físicas para ello y había trabajado su cuerpo a conciencia. Pero el destino se cruzó en su camino, mientras trabajaba como responsable de verano en una escuela de Weequahic. En ese verano de 1944, mientras sus mejores amigos estaban luchando en Europa contra los nazis, una epidemia de polio se desató en Newark, en medio del tórrido calor. Las circunstancias son azarosas, pero el modo de enfrentarse a ellas depende del carácter y de la voluntad. La polio hace estragos entre los chicos que estaban a su cargo. En el juego del azar no le habían tocado las mejores cartas: nunca recibió las caricias de una madre, porque la suya murió mientras le paría; su padre acabó en prisión por un desfalco y nunca supo de él. Sin embargo fue cuidado por una abuela cariñosa y un abuelo de sólidos principios morales. Cantor no pudo alistarse por un defecto en la vista. Su novia, hija de un médico serio y respetable, con la que acaba de comprometerse, le llama para que acuda junto a ella en un campamento de verano.
Aunque da vueltas a la decisión que ha de tomar, desde que la toma, en un momento que no parece estar bajo su control, las acciones y los pensamientos de su vida quedarán encadenados a esa pesada bola de presidiario de la que no se podrá desprender. No importa que la materia de la bola sea el aire, que las causas de los sucesos sean variadas y más cuando los propios científicos desconocen los agentes transmisores de la polio –tardarán once años más en descubrir una vacuna que la convierta en irrelevante como amenaza-, se trata de cómo percibe cada uno la responsabilidad ante sus propios actos. Durante todo aquel verano, en el que al frente del gobierno de la nación había un poliomielítico, el presidente Roosevelt, las familias de los afectados buscaban un chivo expiatorio sobre el que descargar la culpa, un portador que hubiese infectado a todos aquellos niños: un grupo de muchachos italianos; Horace, un idiota que no se lavaba, que andaba estrechando las manos de todo el mundo; las moscas; los efluvios de un basurero cercano.

Una decisión equivocada vivida como un error irreparable trastorna la vida, sobre todo si, como en el caso de Bucky Cantor, la decisión se viste de trascendencia y la soledad se convierte en una religión con un solo feligrés que ha de asumir un castigo tan grande como su culpa. Porque Philip Roth vuelve a hablar otra vez de responsabilidad y culpa, de personajes atormentados que no son capaces de deslindar aquella parte de sus actos que les pertenece de aquella otra de la que son meros emisarios de la naturaleza -combinación genética-, de Dios –juguetes del destino- o de la historia –las circunstancias en las que nos movemos.
Como siempre Roth es hábil a la hora de exponer con sencillez y claridad los problemas, de reducir la acción al mínimo indispensable para que aquellos tengan sentido, de dosificar los sucesos que permitan ir entendiendo los cambios que se producen en la vida de sus personajes. Con el tiempo ha ido desnudando su prosa hasta reducirla a la mínima expresión, sin apenas grasa, hasta el punto de que a veces algunas de sus páginas parecen extraídas de un tratado moral, es decir, es excesivamente discursiva, aunque como decía al principio, hay una escena final –siempre hay una escena poderosa en las novelas de Philipp Roth-, en la que el narrador se descubre ante el lector, habla con el protagonista y la emoción se desborda a raudales.

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