miércoles, 11 de mayo de 2011

Chardin

Podría decir que entre 1650 y 1789 la pintura vivió una época de libertad sin constricción. Y que por entonces el arte se desplazó a París. Suena bien, pero lo tendría que probar. En todo caso hubo una serie de pintores en esas fechas, entre Vermeer y Chardin, que liberados del encargo –religioso o noble o burgués- y todavía no obligados por la fuerza de la ideología fueron libres de trasladar lo que sus ojos veían. Un momento único en la historia de la pintura, los pintores se dedicaron a pintar lo que veían. Justo antes de que la atmósfera obsesiva de la época (romanticismo) les trastornase (les drogase) y volviesen a la idealización.


Jean Siméon Chardin era hijo de un ebanista. Ese hecho lo marcó. Tiene muchos cuadros sobre tabla. Le marcó porque aprendió a tener paciencia, a mirar y a pintar sin prisas. La muestra del Prado es amplia, 57 cuadros, un tercio de su producción. Da una buena idea sobre su obra.
Me han interesado sus primeros cuadros, cuando no era nadie. Todas esas naturalezas muertas, con escasos seres vivos, en las que se podía detener, disponiendo de su tiempo. “Sitúo el objeto a una distancia que no me permite ver los detalles. Sobre todo, tengo que centrarme en copiar bien y con la mayor veracidad posible, las masas generales, esos tonos del color, la redondez, los efectos de la luz y de la sombra”, le hace decir Cochin, su discípulo y biógrafo.
Hay muchos cuadros con pescado: rayas, caballas, salmones. Es difícil no pensar, al verlos, en el pintor y su morosidad, en la naturaleza descomponiéndose. Chardin hace pensar en eso, como si trasmitiese también el olor. Junto a los peces muertos, los objetos de menaje: calderos, pimenteros, jarras. Objetos a los que la mirada del pintor confiere individualidad, valor, y la voluntad de trasmitirlo a quien mira el cuadro.
Viendo a Chardin el oficio de pintor es el de la verdad, no buscada, fruto del trabajo. Acercarse lo posible hasta la exactitud a lo que ve: los objetos con sus imperfecciones, con sus contornos precisos, aislados, contundentes, como el ebanista que escoge la madera, sus vetas, su color, y los instrumentos, en función de la pieza que quiere fabricar.
“¡Oh, Chardin! No es el blanco, ni el rojo, ni el negro lo que mezclas en tu paleta: es la sustancia misma de los objetos, es el aire y la luz lo que mojas en la punta de tu pincel y fijas sobre la tela”. (Diderot).
Así en esta naturaleza muerta, donde la mano no acusa la presión del encargo o la deuda o la obligación. “Naturaleza muerta con un jarrón de loza y dos arenques”, de 1733. Con pimentero, chirivía, caldero de cobre, ajo, vaso y cerezas.


Se nota cuando Chardin, obligado por la necesidad –en sus primeros años su vida era precaria- deba adaptarse, introduciendo, por ejemplo, esos gatos vivos, el del lomo encrespado de “La raya”, o seres humanos como ese joven de “Pompa de jabón” pintado como un objeto más de su naturaleza muerta, posando los brazos sobre el alféizar, con los que no se encuentra del todo a gusto. Hay alguna referencia a su vida precaria, “Un joven alumno dibujando”, con la casaca  agujereada, presentados en el Salón de 1738, o en “El mono pintor” que mira al espectador, burla de su necesidad.
Chardin sitúa todos sus objetos sobre una repisa, buscando la seguridad del artesano que quiere situarse a pie firme. Extraordinaria “La tabaquera” de 1737, las líneas, los objetos, la luz diáfana.


Hay que detenerse en “Dama tomando el té”, de 1735. Chardin pinta a su joven esposa, Marguerite Saintard. El té humeante, ensimismada sin llegar a la ensoñación, ocupada pero sin mostrar inquietud en algo que tiene entre manos. Cómo no pensar en Vermeer. Un instante, una interrupción en lo cotidiano. La mujer mira la taza humeante, pero la mira resbalando, porque su preocupación está en otro sitio. Los detalles, el decorado, la mesa china lacada en rojo en contraste con los colores fríos del echarpe de seda negra y el vestido caro de organza, con franjas verticales al bies, la cofia blanca y el lazo azul y la tetera de terracota de Flandes. Una joven de vida acomodada que indica que el estatus del pintor está cambiando desde que ha introducido seres vivos en sus pinturas. Llama la atención el pelo rizado gris en contraste con el rubor de las mejillas. Chardin la pintó en febrero de 1735. Marguerite murió en abril.

Los cuadros han cambiado desde 1735. Chardin presta su arte al gusto burgués, interiores, tareas domésticas, chachas con niños, la educación, juegos.


Cuando Chardin, después de triunfar, al final de su vida, hacia 1760, vuelve a las naturalezas muertas, hará cuadros perfectos, muy valorados, pero menos verdaderos. Es un Chardin rotundo, seguro, secretario de la Academia, aceptado en la corte, consciente de su valía. No sólo su mano es segura, también los objetos que aparecen son valiosos, preciados como por ejemplo en “Mesa de cocina con vinagreras y dos caballas colgadas en la pared” de 1769, las vinagreras de cristal fino y los adornos de plata o el queso sobre la bandeja de paja. O la extraordinaria “La cesta de fresas salvajes” de 1761, donde pinta una mano liberada pero también una cabeza consciente de su poder. Hasta su soberbia le traiciona cuando ve a un discípulo atareado en la mezcla de colores y le dice, “¿Pero quién os ha dicho que se pinta con colores. Se pinta con el sentimiento”.


Hace falta serenidad para mirar el mundo con calma. Sustraerse a la prisa, pero también a la presión que soportamos. Un hervidero en nuestro cerebro; un pesado fardo en nuestro cuerpo.
Una parte importante de nuestra vida la pasamos aprendiendo, en buena medida de forma coercitiva. Chardin nos enseña que debemos desaprender. Pero no hay cosa más difícil que alcanzar la serenidad para empezar a quitarse las capas de conocimientos negativos.
La pintura nos enseña a mirar las cosas con ojos limpios, tal como son o tal como eran antes de que las mirásemos con ojos empañados. La belleza no es el objetivo, la belleza es un efecto.

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