viernes, 11 de marzo de 2011

La luz es más antigua que el amor

La felicidad se escurre entre los dedos. Cuando se es más intensamente feliz la naturaleza viene con su dalle para dar un golpe de muerte. La naturaleza te recuerda que eres mortal y que los momentos felices son fugaces y evanescentes. ¿Y la belleza? ¿Podemos refugiarnos o consolarnos en ella? La literatura se recrea a menudo en la enfermedad y en la muerte y las rodea de romanticismo. El lector que no está atravesado por ellas puede obtener placer de su contemplación lejana o metafísica. Es uno de los muchos ropajes con que el arte falso ha abrigado la oscuridad. ¿Podemos asirnos a la belleza para engañar al dolor o para mitigarlo sin caer en el brillo de la mentira?

Un escritor cree haber alcanzado la madurez y, transido de felicidad, escribe una historia deslumbrante: concisa, directa a la inteligencia del lector que siempre espera ser sorprendido. De pronto, los día felices que eran el huerto de donde brotaba la creación, se interrumpen abruptamente, la mujer a la que ama muere. El proyecto que tiene entre manos, cómo la belleza en determinadas circunstancias se impone a quienes la quieren someter a su designio religioso, político o mercantil para conducirla por el camino de la utilidad, ha de reconducirse. El escritor ya no es el mismo. La belleza no es una planta protegida en un invernadero, está determinada por las circunstancias de la vida del creador. En La luz es más antigua que el amor, su autor, Ricardo Menéndez Salmón, escribe tres historias sobre tres pintores, uno real y dos inventados, capaces de concebir obras que no deben nada a nadie, sólo a su manera virginal de ver el mundo. En la primera, Adriano de Robertis, en 1350, pinta una Virgen Barbuda. El pintor se verá por ello desterrado a un lazareto veneciano por el joven Pierre Roger de Beaufort, futuro papa Gregorio XI, que ordena que la pintura sea destruida; en la segunda, Mark Rothko, tras haber renunciado a un jugoso contrato, pinta la Houston Chapel y después se corta las venas en su estudio de Nueva York; en la tercera, el 11 de septiembre de 2001, el pintor ruso Vsévolod Semiasin redacta una carta dónde explica por qué después de haber pintado un cuadro sorprendente, Contribución al arte del reconocimiento, donde utiliza un cadáver para describir la batalla de Stalingrado, que él mismo ha vivido, deja de pintar y se dedica a decorar el paisaje de la Rusia de Stalin. Las tres historias están entrelazadas, con ecos y repeticiones de una en otras. Entre historia e historia el autor describe cómo la fría naturaleza le ha despojado de la felicidad.

La primera historia alcanza una altura que era difícil mantener en el resto de las páginas. La inteligencia aplicada a la creación literaria en estado puro. Cómo es posible que yo no conociese a este autor, me digo mientras voy leyendo. Me sonaba vagamente su nombre, pero no lo había leído. Se publican tantos libros que es difícil saber cuáles son los buenos. Menéndez Salmón es un autor moderno, que no escribe para agradar o quizá no simplemente por eso. Hay muchos ecos en el libro de otros autores, de Borges, en su conceptismo; de Michon, en sus historias de pintores; de Bolaño, en sus variaciones sobre un tema. Quizá le falte un grado más de liberación para ser un maestro, que es aquel que encuentra su voz con independencia, quizá tenga que desaparecer del todo, como autor, como discípulo, detrás de su escritura, la cosas más difícil para un artista.

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