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Tarsila do Amaral |
En el elogiadísimo libro de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, hay un hecho central en la vida del autor protagonista, el atropello de una señora en una calle de Medellín, en sus días jóvenes. Un atropello que, claro está, dejó huella y que necesita relatar para conjurar el fantasma de la culpa. Fue un golpe violento cuando la señora saliendo de misa atravesó la calzada; el coche iba a mucha velocidad -"la huella del frenazo era muy larga"- y el frenazo no bastó para que la señora se golpeara contra el guardachoques, rebotase en el parabrisas y cayese al suelo como cuerpo muerto. Los médicos amigos de su padre hicieron lo posible por salvarle la vida y lo consiguieron, aunque no nos habla de las secuelas. El autor-protagonista ingresó en un manicominio con tal de no ir a una peligrosa cárcel colombiana, aunque la familia lo sacó a las pocas horas. Papá y mamá colocaron de porteros o vigilantes de urinarios a los pobrísimos hijos de la herida. Ésta, agradecida, comenta:
"Este accidente ha sido una bendición para mí. Se lo ofrezco al Señor. Él me lo mandó porque yo salía de misa, y le estaba pidiendo que les diera trabajo a mis hijos. Pero antes yo tenía que pagar por mis culpas y el Señor les dio trabajo. Es una bendición".El autor remata la historia de este modo: "Yo fui a verla una vez y después nunca más quise volver a verla".
Los latinoamericanos asentados disputan de política, de liberalismo, de conservadurismo, de derechos humanos, de izquierda y de revolución, incluso matan y encarcelan y torturan por ello. Hay entre ellos quienes dedican y entregan su vida a una buena causa, como el papá del autor-protagonista, que es asesinado en Antioquia. Pero de privilegios no hablan, de la enorme brecha tan patente pero tan invisible entre los privilegiados y los que no lo son: quiénes ocupan los altos cargos del Estado y los medianos; quiénes reciben prebendas para estudiar o viajar al extrajero u ocupar puestos en las instituciones internacionales; quién tiene acceso en caso de necesidad a médicos u hospitales de prestigio, a saltarse las listas de espera, a recibir subvenciones o préstamos, a liberarse de penas por lo rápido. De la red de amistades que hacen del Estado una cosa familiar y patrimonial no hablan, la dan por supuesto, como si la desigualdad fuese natural, indiscutible. De entre ellos, los progresistas actúan al modo del despotismo ilustrado: se procura el bien de los pobres, pero éstos no tienen nada que decir en los asuntos públicos. Sólo hay que ver la tez de la casta dominante.
Si bien se piensa, algo así ocurre en España y en Europa, aunque de forma no tan estridente y desenfadada. También aquí hay un amplísimo grupo de personas que siempre tienen una solución a mano, sean de izquierdas o de derechas, un amigo al que llamar en caso de necesidad, una red de asistencia mutua. Mientras todo siga así la democracia es un camelo.
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