No parece que necesitemos un espejo como el de la Jerusalén Celeste que a los cristianos perseguidos por Domiciano, a finales del siglo I, se les ofrecía como fortaleza infranqueable, ni siquiera esa ética amable del cristianismo moderno, integrador, tolerante, ecuménico, pero que desprecia los bienes fungibles de este mundo, porque la verdadera felicidad sólo puede ser la contemplación de Dios, en el más allá, tras una vida virtuosa y algo austera. El cristianismo tiene muy difícil reconciliarse con la modernidad desde que San Juan Crisóstomo dijera que Jesús jamás reía.
Tampoco parece adecuado el envés de la ética igualitaria que nos han propuesto las ideologías progresistas, durante estos dos siglos pasados, a la vista de sus contradicciones. El esfuerzo igualmente austero de generaciones de trabajadores a la espera no ha sido recompensado, ni la fe en la sociedad que se nos anunciaba puede mantenerse, porque una detrás de otra esas sociedades han ido llegando y, o bien traían el horror (comunismo ruso, chino o camboyano) o bien se han demostrado incapaces de procurar la felicidad universal que prometían (socialdemocracias), porque apenas han sido variantes del liberalismo, en su vertiente despilfarradora. Ni tan siquiera han sido capaces de gestionar las crisis, evitando que los más débiles sufriesen el mayor castigo. Y ya está bien de postergar para más adelante la sociedad prometida.
¿Qué decir, entonces, de esa felicidad desesperanzada que nos propone André Comte-Sponville en La historia más bella de la felicidad o en La Felicidad, desesperadamente? A medio camino entre el estoicismo y el hedonismo epicureísta, la felicidad que nos propone deriva de no esperar más que aquello de lo que se puede disponer y gozar de lo que tenemos al alcance, pero sin excesos. A simple vista es una ética atractiva porque desvela el engaño que urden las utopías, porque la esperanza en mundos llenos de igualdad y felicidad después de la muerte o en la plena satisfacción de las necesidades en un tiempo por venir, indeterminado, posterga la felicidad y ofrece sacrificio, conformismo y esfuerzo inútil en el presente.
La ética de Comte-Sponville, formulada en años de bonanza, es una ética de la felicidad pequeño-burguesa, de los tiempos en que Francis Fukuyama anunciaba el fin de la historia. La fase final del capitalismo había satisfecho casi todas nuestras necesidades, parecía por tanto razonable la moderación y templanza, ¿qué otra cosa se podría desear sin provocar desasosiego por querer cosas imposibles o indeseables?, ¿por qué no gozar de lo que la vida nos ofrece sin llevar los placeres al extremo, pues una vida extremada, deseando el absoluto, produce desarreglos, enfermedades, adicciones y, al fin, infelicidad? En realidad la ética de la felicidad de Comte-Sponville ha triunfado plenamente, está en todos los programas legislativos de los gobiernos europeos: en los programas sanitarios -contra el tabaco, control de las dietas, prevenciones de todo tipo-, de justicia -extensión de la sexualidad, igualdad de géneros, promoción de la tolerancia-, hasta en las políticas de interior -extensión de la ciudadanía, integración de quienes han ido llegando de otros continentes. La ética socialdemócrata aceptaba plenamente las bienaventuranzas de Mateo, 5, y la caridad de San Pablo que auguraba su triunfo sobre la fe y la esperanza progresivamente innecesarias.
Pero sometida al estrés de la época esta ética pequeño burguesa bienintencionada, y basada en la abundancia, no ha aguantado. Son estos tiempos paradójicos, puesto que cuando hemos llegado a la satisfacción de nuestras necesidades -Occidente-, cuando ya no era preciso esperar nada, el aburrimiento que nos acomete ha provocado la crisis -hemos dejado de consumir-, la destrucción de parte de nuestra riqueza y con ello la vuelta a la necesidad para los más débiles. Sólo aquellas sociedades que no han cubierto sus necesidades avanzan viento en popa. Claro que no volveremos a los tiempos preindustriales cuando en Europa uno de cada cuatro niños no llegaba a los cinco años y uno de cada dos no llegaba a los veinte y cuando llegaban las grande pestes, como la de Milán en 1630, la de Nápoles en 1656 o la de Marsella en 1720, estas ciudades perdían la mitad de su población, 60.000 Marsella, por ejemplo, de sus 120.000 habitantes.
Como la historia no se detiene, nuestra adaptación a los cambios tampoco ha de detenerse. Algunas de las formulaciones de Comte-Sponville me dejan insatisfecho: "El que nada espera es plenamente feliz, solamente el que es plenamente feliz ya nada tiene que esperar". Con otras estoy más de acuerdo: "La felicidad no es la meta del camino, es el camino mismo"; "La felicidad no está en el ser ni en el tener. Está en la acción, en el placer y en el amor". Aunque no deja de resonar en ellas un eco de los consejos de los libros de auto ayuda.
En el libro que sirve de base a este comentario, La más bella historia de la felicidad, Alice Germain entrevista al filósofo especializado en la felicidad -curiosa especilización-, André Comte-Sponville, al teólogo, disfrazado de historiador de la religión, Jean Delumeau y a la historiadora del XVIII Arlette Farge. Farge aporta datos interesantes de la Francia prerrevolucioria, pero la felicidad paradisiaca de que nos habla Delumeau es un cuento que ha dejado de encantar y que nos resulta tan lejana como el Hades o el Sheol. Sólo con Comte-Sponville se puede debatir, aunque como digo, visto desde la actual perspectiva es como si nos estuviese hablando de una Realidad A, aquella que ha podido ser hasta ayer mismo, pues ahora estamos, utilizando expresiones de Murakami, a propósito de los cambios que se producen en el mundo desde el 11-S, en una Realidad B.
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