domingo, 12 de diciembre de 2010

De Cercedilla a Valsaín por el Guadarrama


Visto desde la carretera, cuando el terreno se eleva, un conjunto de árboles es una masa boscosa indefinida igual que un montón de personas agrupadas en un autocar son toses o voces o ruido, una vida en bruto, no más que un decorado borroso para un observador distante. Hace falta poner pie a tierra, calzarse unas buenas botas y echarse a andar para conocer las particularidades de los seres vivos.



Pongamos un día de mediados de diciembre, un día maravilloso, soleado, sin una brizna de viento, como si un once de diciembre por arte de birlibirloque se hubiese transformado en un quince de mayo, y saliendo de Cercedilla, a la que dicen capital del Guadarrama, se ascendiese por una antigua vía romana, convertida a tramos, en el siglo XVIII, en el camino real que llevaba a los borbones desde Madrid a la Granja segoviana.


Es de reseñar que si uno necesitase afirmarse sobre el terreno, los antiguos sillares de hace 2000 años resisten mejor que los guijarros que quedan, mal puestos y entre socavones, de la labor caminera de hace apenas dos siglos.


El bosque se convierte en un mundo lleno de vida, los árboles adquieren nombre y forma, y se ven los parásitos que los colonizan, los líquenes, las hiedras, y huelen las jaras y se nota la influencia estacional y la individualidad de cada pino o roble a haya. Así el grupo de personas cuando camina y comienza a hablar, unos más que otros, y se despegan del grupo los individuos y aciertan a manifestarse.


El pino de Valsaín alto, elegante, vertical con la corteza pelada a media altura, dorado cuando refleja la luz solar, es un individuo que se diferencia de sus hermanos que han crecido en el mismo lugar, a veces ligeramente ladeado, otras quebrado en zigzag en una etapa de su crecimiento, otras derribado por un golpe de viento o por un tornado o atravesado por un rayo; igual que el individuo humano que se despega de la masa cuando rompe la membrana que le diferencia y protege y descubre un trozo de su vida; solitarios que aparecen emparejados, o que tienen hijos en Francia o trabajan en la naval o hacen oposiciones o están pasando un mal trance o desbordan felicidad.


En este increíble día que diciembre nos regala, un cerro, de cuyo nombre no consigo acordarme, justo encima del Puerto de la Fuenfría, sirve como divisoria de la vertiente soleada del Guadarrama, la madrileña, de la umbría segoviana. Es el punto central de una circunferencia que con las torres de Segovia al fondo, la del Alcázar y la de la Catedral, allá en la llanura, y a su derecha la Granja, va recorriendo los 360 grados, del Peñalara, con restos de la gran nevada de hace unos días, al Cerro de los Claveles, de la Cabeza de Hierro a la Bola del Mundo, con sus antenas y pistas de nieve seca, del puerto de Navacerrada a los Siete Picos, del Montón de Trigo a la Mujer Muerta, antes de precipitarse de nuevo a las torres segovianas.


Del mismo modo que en el grupo se van perfilando los rostros, y en ellos los surcos que la vida ha ido trazando, como se trazan en el aire gestos propios, formas distinguibles de moverse y caminar, o salta en el tono de una frase un anhelo o se descubre una pena, así, lo que no tenía forma va conformando un círculo de intereses y de emociones, una comunión.

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