viernes, 1 de octubre de 2010

Una coca cola en la nevera


Los vándalos de Barcelona, que tienen como honor de la tribu etiquetarse de antisistema, la armaron buena el día de la huelga en el centro de la ciudad. No es algo novedoso, les sirve cualquier cosa para entrar en acción, desde las fiestas del barrio de Gracia hasta una reunión de jefes de la diplomacia europea o mediterránea. Quizá lo novedoso sea la gasolina incendiaria, les entusiasmaba aquello de los chicos de la gasolina. Siempre admiraron a los etarras, pero nunca tuvieron huevos. Suelen tener el visto bueno del Tripartit -la autoridad de orden público estaba ese día en Girona de manifestación-, como si los destrozos de escaparates o de mobiliario urbano no fuese con ellos. No pasan más de unas horas en comisaria, si los detienen. Esos chiquitos de la burguesía cuando crezcan un poquito más serán dirigentes de Iniciativa o de Esquerra o incluso de CiU, hasta puede que alguno del PSC, y otros tantos se harán cargo de la empresa familiar o serán ejecutivos de La Caixa, de Repsol o de Gas Natural, así que por qué habrían de meterse con los okupas revienta casas o con los que destrozan la librería Europa -¡a cuyos dueños llaman fascistas!- o saquean la tienda de Levi's.

Ahora se dicen anarquistas, como cualquier cachorro de la burguesía dice ser, después serán recios nacionalistas y no permitirán el menor desliz que ponga en cuestión la patria familiar, allí donde confluyen la empresa, la patria y el ascenso personal. No les interesa la democracia, ni la igualdad de oportunidades ni el bien común aunque en sus pendones cuelguen palabras como solidaridad con los palestinos, economía sostenible, hortalizas verdes y puta España. La prensa catalana, en general, los ve como nuestros chicos -son suyos realmente, sus hijos, sus herederos- y sus hazañas las ven como una forma de aprendizaje juvenil, del mismo modo que sus hermanos mayores o sus padres hacían novelas o películas, que ellos mismos calificaban de obras maestras de la literatura o el cine universal -el novelista, el crítico y el editor eran de la misma familia-, donde describían sus hazañas juveniles, entre las que no faltaba la violación de la chacha o de la canguro, hecho que veían como un rito de aprendizaje. La chacha o el empleado charnego que cuidaba del jardín no tenía más vida propia que una coca cola en la nevera, como ahora para ellos o para sus padres son igualmente inexistentes la teleoperadora a 600 euros o el macarrilla de l'Hospitalet a 800.

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