lunes, 18 de octubre de 2010

Toro


Llegando desde Valladolid y Tordesillas, Toro emerge como un bosque de piedra y de ladrillo que se alzase en la llanura castellana. Adentrándose en el caserío, pronto se ve la traza de la muralla antigua, las casonas, iglesias y conventos, la calle mayor, ancha como una plaza, guardada por la torre del reloj, a un lado, y, en el otro, por el cimborrio que sólo aparece ya sumidos en las sombras y medias luces de las callejas entre olores a queso, vino negro y productos de la tierra.


Pero es casi encantamiento que, arrimados a la gran plaza que se abre junto a la colegiata, la vista se vuelva tartamuda atraída a la vez por el ancho paisaje que se hunde hacia la vega del Duero y la extraordinaria hechura de Santa María la Mayor. Cómo no me habían hablado antes, se protesta, para explicar el embarazoso tartamudeo.


Luego, con el sosiego, se ven las semejanzas con otras villas cercanas; el mismo trenzado laberíntico de otras ciudades que tuvieron murallas y familias nobles y riquezas; el mismo y primosoro trabajo de los canteros que elevaron esta iglesia, la catedral de Zamora o la vieja catedral de Salamanca; la misma falta de riqueza actual para reparar el paso del tiempo, enderezar tanta casona, tanta iglesia, para dar nueva utilidad a edificios históricos que se emperezan en el paso de los siglos.



Si por un lado Toro es un bosque que guarda tras sus lindes un misterio que se va desvelando en el callejeo, por el otro, es el sorprendente balcón que mira al Duero, una panorámica de 180 grados que por doquier exige atención. A lo lejos, el propio río con un curso tan quebrado, con revueltas tan poco verosímiles que cuesta creer que sea obra natural; parece que venga del este a los pie de la ciudad para demolerla pero gira luego en ángulo recto en dirección a Zamora y Oporto; el larguísimo puente romano, al mismo pie del balcón, del que se tarda en comprender su función, que no es otra que salvar el giro de noventa grados con que el Duero desdeña a una ciudad que lo mira desde tan alto, un puente tan costoso en su factura, de tanto esfuerzo en su construcción, al que ahora, una tortuosa línea de tren, oculta como un malhechor entre trincheras, deja sin función al separarlo de la vía que asciende a la ciudad; las cárcavas de rojo conglomerado que a un lado y a otro escoltan la inclinada pendiente, la vega y sus pueblos.

Pero con estar rodeada Toro de tanta maravilla, aun queda por mostrar la mayor de todas, que por serlo está bien escondida, tanto que siendo la portada antigua de su colegiata, hay que entrar ahora dentro de la iglesia para encontrarla, guardada del frío y del viento en el interior de una capilla. Una portada del primer gótico que narra la vida de la Virgen, de Cristo y el Juicio Final, pero cuya sorpresa mayor reside en su primorosa y original policromía.

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