martes, 13 de julio de 2010

Quemar los días 2

James Salter fue antes que nada piloto de caza y como tal participó en la guerra de Corea, después se dedicó a la escritura: novelas, relatos, guiones de cine y este Quemar los días, que es el libro donde lo cuenta todo. Digo fue, aunque todavía vive, porque en el libro se despide de este mundo; dice que rememorar los días del pasado, los sucesos, las emociones -y escribirlos- es como fijarlos para siempre, sin la posibilidad de que puedan volver a ser recordadas de otro modo.

El gran momento de su vida, aunque no el de todos los hombres, fue la juventud: West Point, los aviones, la guerra. La mitad del libro está dedicado a ello. Está relatado en pasado, aunque a veces cuenta en presente, pero la sensación es que los hechos están sucediendo ante los ojos del lector. Tal es la vitalidad que su prosa, directa, vibrante, dinámica; ímpetu, rivalidad, heroísmo, mujeres: la vida en presente continuo. La segunda parte son recuerdos. Algunos hombres cuando abandonan la juventud caen en una especie de mutismo, les suceden cosas, pero son añadidos que se viven en pasado. Así le sucede a James Salter y a su libro de reminiscencias, que es como lo subtitula. La parte apasionante es la primera, aprendizaje y acción. En la segunda cuenta algunas cosas de sí mismo: los libros que ha escrito, los guiones, las películas que intentó rodar, todo tiene un aire melancólico, de insatisfacción por no haber logrado algo redondo, así que busca la vida que ha dejado atrás en los otros: los escritores, actores, directores y productores que conoció, a los que describe con mano ágil, con etiquetas sencillas y contundentes.

Pero si en la primera parte no hay tiempo para la reflexión moral, la segunda está llena de quejas, de lamentos por la imperfección de los hombres. Si alguna vez alguien consiguió algún grado de felicidad luego lo tiene que pagar. Es una frase que se repite, aunque puesta en boca de otros individuos que no son James Salter. Si en la primera parte la escritura fluye al ritmo de la vida, la segunda es el intento de rescatar alguna cosa de un mundo muerto, retazos, impresiones, recuerdos fugaces. Y es un mundo muerto porque ya no existe: el de los escritores -franceses, la mayoría- que tenían una misión especial en el mundo y el de los directores y actores -americanos en su mayoría- que se convertían en estrellas de un olimpo inaprensible. En un hotel cualquiera, uno de tantos,
había un bar más animado, lleno a rebosar de risas y ruidos, caras risueñas, la euforia de la posguerra. Fue como una fiesta improvisada, como muchas lineas de puntos entre pares de ojos, mientras aparte, arriba y solo, se encontraba cierto personaje olvidado, D.W. Griffith, el famoso cineasta, apurando sus últimos años. Era una metáfora de la vida legendaria: un triunfo arrollador, elogios, un esplendor babilónico, luego la vejez y el rechazo, un rey caído.
El mundo ha cambiado desde entonces. Los restos de la aristocracia han desaparecido o es objeto de irrisión, la clase media es mayoritaria y abandona los viejos modelos en busca de otros que mudan constantemente, las mujeres, con sus abrigos de pieles, su carmín y las medias rotas, ya no están al servicio de los hombres famosos. De ahí la melancolía al recordar un mundo caduco que ya no volverá.
El libro va de héroes. La juventud, los pilotos, la guerra: héroes de verdad que se consumían a ritmo frenético; los del cine y la literatura, todos ellos falsos -esa actriz glamurosa en la pantalla, mascando chicle fuera de ella; los auténticos héroes, a veces opacos, a veces transparentes, son casi todos desconocidos, porque su heroísmo consiste en despreciar la mentira y salir corriendo.
Salter es un escritor que dice cosas importantes, pero las dice sin énfasis alguno, hay que reparar en ello con atención o volviendo atrás en la lectura porque su escritura carece de subrayados.

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