lunes, 14 de junio de 2010

El Romanticismo, de Rüdiger Safranski

Los jóvenes alemanes de comienzos del XIX no estaban dispuestos a aceptar el desencanto del mundo moderno que habían propiciado la razón en la revolución francesa o el realismo que imponía la industrialización, así que buscaron una nueva mitología, tras la caída de la religión, que les reencantase de nuevo. Ese podría ser el hilo conductor de este libro, Romanticismo, de Rüdiger Safranski. El Arte, la Literatura y la Filosofía se convirtieron en una suerte de nueva religión, una religión subjetiva y estética, donde a la fantasía se le daba más juego que a la razón.

Concibe Rüdiger Safranski el romanticismo como un viaje alemán que comienza con la salida al mar de Herder desde el puerto de Riga, a comienzos de 1769, para llegar a Francia, y termina por ahora en la playa que los jóvenes del 68 quisieron encontrar bajo los adoquines de la sociedad burguesa que hace crecer una normalidad insoportable y desacralizada. Subtitula su libro, Una odisea del espíritu alemán, porque Safranski considera que el romanticismo es ante todo una creación propia, donde está lo mejor y lo peor del espíritu alemán.

El atractivo de éste como de los demás libros de Safranski -Un maestro de Alemania. Martin Heiddeger y su tiempo; Nietzsche. Biografía de su pensamiento; Schiller o la invención del idealismo alemán; Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía- reside en su habilidad para hacer emerger las ideas del caldo de la época. En cada capítulo se ofrece una panorámica de los hombres, de los sucesos y de las ideas de cada periodo. En unos se detiene en los grandes filósofos como Fichte o Schlegel, en otros en los literatos como Novalis o Eichendorff y en otros en artistas como Wagner o el Leverkusen del Doktor Faustus de Thomas Mann, para terminar en el romanticismo político desde cuya catastrófica perspectiva se tiende a culpar a todo el romanticismo. Pero Safranski distingue entre el primer romanticismo, impulsivo, irónico, revolucionario, individualista, seguro de sí mismo -“El hombre debe tener el caos en sí mismo para poder alumbrar una estrella”, afirma Nietzsche-, de lo que le siguió desde 1820, que denomina lo romántico, que toma de aquel su estética y alguno de sus temas, como pueblo y nación, para volverse conservador, patriótico y religioso y terminar en el nacionalismo de 1914 y en el nacionalsocialismo de los años 30.

Eso es lo que permite a Safranski salvar al romanticismo de la pesada culpa que autores como Isaiah Berlin, Eric Voegelin, Georg Lukács y tantos le han adjudicado. Porque el debate final, que es el debate de la cultura alemana durante las últimas décadas, tiene que ver con la idea de si el romanticismo hubo de acabar necesariamente en el nazismo. Safranski exonera a los románticos de la catástrofe del nacionalsocialismo, pues el darwinismo social  o el determinismo biologicista habrían sido más decisivos en sus fundamentos, aunque sin desdeñar la atmósfera irracional que el romanticismo puedo crear en Alemania. Según Safranski, habría que distinguir entre el romanticismo, que es un revulsivo necesario ante el realismo -necesitamos su intensidad, su imaginación desencadenada, porque "el romanticismo es la plusvalía, el excedente de hermosa extrañeza frente al mundo, el excedente de significación"-, y romanticismo político que cuando ha tenido ocasión de llevarse a cabo ha tendido al extremismo. La política y la moral casan mal con el esteticismo romántico, aquellas son racionales, se fundan en el compromiso, éste se pierde en la fantasía. Según Max Weber, y antes Schlegel, hay que separar las dos esferas de valor, "mantener la autonomía de lo bello frente a lo verdadero y lo moral".

A este respecto es interesante la evolución de un escritor como Thomas Mann, que en 1914 afirmaba que la guerra era un acontecimiento en el que "la individualidad de los pueblos particulares aparece poderosamente con sus fisonomías eternas", a tono con el ambiente de entonces -"en verdad son precisamente las fuerzas más profundas de nuestra cultura, de nuestro espíritu y de nuestra historia las que soportan y animan esta guerra" (Erich Marks)-, hasta que ya maduro advirtió el peligro de la cercanía entre esteticismo y barbarie, lo dionisiaco tiene que serenarse antes de entrar en el terreno político. Tras las amargas experiencias alemanas, asegura Safranski, Thomas Mann estéticamente bebía vino, políticamente predicaba agua.

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