lunes, 24 de mayo de 2010

Io sono l'amore

También en el cine se necesita una poda y como en la economía, en el discurso político y en la sociedad, los americanos nos llevan unos cuantos cuerpos de ventaja. Hay que ver las series que vienen de América para aprender a contar historias. Hay que salir a la calle, ver lo que está pasando, y contarlo ajustándose a unos moldes precisos. 45 minutos en las series, 90 en las películas clásicas. Algunos directores piensan que si el metraje no supera los 120 minutos no aparece el brillo de su genialidad. La horma afila el pensamiento y la pluma.

En el cine como en casi todo las expectativas exageradas son destructivas. Me es difícil entender como la  mayor parte de los críticos coinciden en señalar a Yo soy el amor (Io sono l'amore ) como una obra maestra. Algunos hablan de Visconti, Antonioni o Fellini y de que el buen cine italiano está de vuelta. Nada más lejos de la realidad. Si se miran las votaciones populares en los distintos foros, la valoración se ajusta más a la verdad. Como me dijo un sabio profesor, la inquietud de las posaderas en la butaca es el mejor indicador de la calidad del producto, ya sea en cine o en teatro. Y mis posaderas, pasados los primeros diez primeros minutos de gracia, no dejaron de inquietarse.

Volver a contar la decadencia de una familia burguesa -un negocio textil levantado cuando el fascismo y la guerra por el abuelo, en Milán, una segunda generación aplastada y una tercera alegre y dicharachera pero incompetente-, está más visto que los inventos del doctor Franz de Copenhague en el TBO. Pero es que lo que comienza a lo Visconti -Il Gatopardo, La caída de los dioses, dicen- discurre por las idas y venidas, subidas y bajadas del cine coral a lo Fellini, sin la gracia de su trabajada espontaneidad, acaba convirtiéndose en una peli pornográfica a lo Tinto Bras o, peor, a lo Liliana Cavani, donde la exhibición no va de escenas subidas de tono -no hay tal, por falta de gracia, de pasión, de ardor, los gélidos actores que la interpretan son incapaces de ofrecerlo- sino por la voluntad fallida, patética, ridícula, de intentar meter con calzador una historia de amor disfuncional -burguesa/cocinero, amigo/madre del amigo-, junto con una salida del armario de una hija que descubre su verdadera sexualidad y un hijo que no soporta que su madre le robe a su amigo. Da grima ver un guión tan mal confeccionado, una historia del siglo XIX entremezclada con esas patéticas salidas del armario, supuestamente modernas, por no hablar del esforzado intento de relacionar la elaboración de platos creativos con la evolución de la pasión amorosa.

Es una peli aburrida, vieja, ridícula, sin sentido, un petardo de cuidado: el tema no puede interesar a nadie con un mínimo gusto cinéfilo, el director no sabe cuáles son los temas del día, qué puede conmover a la gente, el estilo hace tiempo que quedó arrumbado en los baúles del XX, en el cine, o del XIX, en la novela. Sólo he visto algo peor en los últimos meses, la Chéri de Stephen Frears.

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