domingo, 21 de marzo de 2010

Los holandeses del Prado en Villanueva de los Infantes


El paseo discurre mortecino entre paisajes invernales y marinas, cacerías y batallas, cuadros de historia y escenas de ermitaños en medio del bosque, cuadros medianos y pequeños, el tamaño acorde a las necesidades de una burguesía joven pero poderosa que acaba de derrotar al imperio español y que, consciente de su poder, está construyendo un modo de vida y una imaginería nueva, muy diferente de los gustos aristocráticos de los antiguos señores. Paseo cansino hasta que un fogonazo de luz emerge del fondo de la sala. Una matrona joven llena con su rotunda presencia casi por entero el cuadro. La luz inunda su regazo y baña en un círculo que se expande la copa nautilus que le ofrece una joven, las manos maravillosamente perfiladas, las hojas de un libro abierto sobre una mesa y el rostro carnoso, refulgente, de la protagonista. Durante siglos se nos ha dicho que era Artemisa, joven y viuda reina de una región oriental que se dispone a beber las cenizas de su amado esposo, Mausolo. La nueva interpretación nos lleva al banquete de Holofernes, el viejo y feroz enemigo de Israel, al que ha sido invitada la joven Judith que, después de embriagarle, le dará muerte. Esa cabeza recién decapitada es la que aparece entre las manos de Judith en otro cuadro sometido a una restauración extraordinaria, Judit presentando la cabeza de Holofernes, de Salomon de Bray. En la imaginación holandesa, Judith representa a la joven república y Holofernes al fanfarrón imperio español que pese a su inmenso poder ha sido derrotado.


La presencia de esta obra maestra de Rembrandt aviva la exposición y acalla las dudas sobre el sentido de una muestra que a pesar de sus 56 obras aparecía con pocos estímulos. No es que sean muchas las piezas holandesas del siglo XVII en el Prado, pero si se las agrupa y separa en un espacio diferenciado aparecen los valores pictóricos e históricos de una escuela fundamental en la historia de la pintura. Es entonces cuando me asalta la idea. Por qué no llevar la exposición tal como está montada a otra ciudad española. No sólo por qué no llevar la exposición a Cuenca o a Sigüenza, a Plasencia o a Soria, por qué no dejarla allí de forma permanente, ocupando uno de tantos edificios del enorme patrimonio español, asociando el nombre de la exposición al edificio. Por ejemplo Los holandeses del Prado en el Hospital de Santiago de Villanueva de los Infantes o Los holandeses del Prado en el convento de Santo Domingo y casa de Mirabel de Plasencia, o, si hablamos de otra extraordinaria exposición, El arte del poder en el Alcázar de Segovia, sin que por ello las obras dejen de pertenecer al Prado y éste pueda recuperarlas cuando le venga en gana. Muchas de estas obras se guardan en los almacenes del museo madrileño y de ellos salen en contadas ocasiones. Para el Prado no supondría merma alguna; pero para la ciudad receptora, el cuadro de Rembrandt, la Judith de Salomon de Bray, La incredulidad de santo Tomás de Matthias Stom; Júpiter y los demás dioses urgen a Apolo a retomar las riendas del carro del Día de Cornelis Cornelisz van Haarlem, La salida al campo de Jan Both o El Gallo muerto de Gabriël Metsu, en cambio, serían un acontecimiento que la haría crecer de forma difícil de prever. En este momento de depresión económica en el que se buscan actividades nuevas, turistas españoles y extranjeros revitalizarían la ciudad, dejarían su dinero, animarían su cansina vida provinciana.


Durante siglos los reyes españoles esquilmaron a la población de este país, los austrias, en menor medida los borbones, exprimieron a los campesinos y artesanos castellanos para continuar sus guerras en Europa con objeto de agrandar su patrimonio, de defender sus posesiones en países o continentes lejanos. Una pequeña parte de ese latrocinio lo utilizaron para ampliar sus colecciones particulares. Desde no hace mucho están disponibles en los museos nacionales para disfrute general, casi todos en Madrid. Por qué no revertir esa riqueza acumulada en los descendientes de aquella gente que contribuyó contra su voluntad a la grandeza de la monarquía hispana. No se trata de dividir el patrimonio español, sino de sacarle el mayor rendimiento, de crear trabajo, riqueza, de dar vida a lugares medio muertos con aquello de lo que nuestro país dispone en abundancia.

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