jueves, 25 de febrero de 2010

Historia argentina

Abro el libro granate de la nueva edición de Anagrama. He esperado con cierta impaciencia este momento durante los últimos días, el momento en que el tren se pusiese en marcha para un largo viaje. Le precede la fama desde hace tiempo, desde que apareciera en 1991 en Buenos Aires. Lleva varias ediciones y cada una aporta novedades con respecto a la anterior. Edición corregida y aumentada. El artículo de Jordi Costa -crítico cinematográfico cuyos gustos suelen coincidir con los míos- anunciando cuatro novelas que revolucionan la literatura en castellano me anima. El fondo del cielo lo dejo para más adelante, prefiero ir al origen de todo. Me salto las introducciones, me mosquea la de Ray Loriga; dejo para el final la que juzgo más interesante, de Ignacio Echevarría -un respeto para quién dio un portazo a Babelia-, no así las varias citas iniciales. Me llama la atención, aunque todavía no sé por qué -quedará como un lazo rojo atrapado en el bardero durante toda la lectura- una sacada de una carta a Scott Fitzgerald de un Gerald Murphy:
"Sólo la parte inventada de nuestra historia -la parte más irreal- ha tenido alguna estructura, alguna belleza".
Son 17 partes, aún no sé si son capítulos de una novela o relatos independientes. El primero con sabor borgiano me gusta. El segundo, ya no. Empiezo a ver de que va la cosa, las formas y los contenidos y su desajuste. Literatura pop y erudición de la buena, literatura pastiche, estribillos, eslóganes, jergas, eso en cuanto al envoltorio acharolado que cruje y amarillea, del que de tanto en tanto conviene apartarse para que la vista no se lastime.
Cada vez miro más el paisaje nevado, a través de la ventana. Me cuesta seguir los retorcimientos de la erudición, el vaivén de una memoria podrida de literatura y de elementos pop. Leo en diagonal, rápido, procurando que nada se me escape, pero haciendo que las páginas vuelen. Dejaría la lectura pero me he hecho la promesa de ir hasta el final, de leer las entrañas del supuesto prodigio. Así será durante buena parte de la lectura, descansando en el blanco paisaje, en los cuerpos que tiritan en las estaciones de paso, en la gente que llega, en la que se va. Cuando llego al final del viaje sólo he leído la mitad.

El día de vuelta es un día plomizo, cubierto, lluvioso, que invita al silencio y la intimidad. Leo con más sosiego. Por supuesto que Rodrigo Fresán escribe bien. Y qué importa eso, como al soldado, ya se sabe. En seguida encuentro la joya del libro, apenas tres páginas, entre la 153 y la 156. Un relato extraordinario. Corran a las librerías y lean sólo ese fragmento. Ahí está lo que el talento del autor podría dar de sí, si no estuviese enfermo de literatura. Pero tras ese breve relato recupera la profusión de las citas, las cultas tipo Borges y las populares, Mozart y el tango, los dibujos animados y el cine clásico, resbalando por encima de la espuma del mundo. Y lo peor es ir viendo el trasfondo, aquello que subyace al ejercicio de estilo. El autor tiene una teoría sobre sí mismo, sobre su relación con el país del que procede, y utiliza la literatura como medium. Hay una frase que se queda ahí, llamativa, brillante, como un pájaro en el charco. La biblioteca es la patria del escritor. Tan bonita, tan llena de ecos, como insustancial. La sombra de Perón, aquel país tan arrugado y feo, la dictadura de Videla, la tortura, los montoneros, los secuestros de niños, los prisioneros arrojados al mar desde los aviones con las manos atadas, el asunto chusco y trágico de Las Malvinas, el fútbol. La historia del escritor y la historia reciente de Argentina reflejadas como el pájaro en el charco.

Llegué al final del libro cuando el tren arribaba al punto de partida. Durante el trayecto habían pasado cosas menos interesantes, apenas unos ojos juveniles y un padre herido en lo más profundo de su paternidad. La humedad se metía bien adentro. Dejé para otro día las introducciones. Hasta el propio Echevarría sucumbe a la tentación de la literatura, esa peste. Una generación perdida, una generación de hermosos y malditos. Scott Fitgerald podía entrar en el mundo de El gran Gatsby, como Wody Allen entraba en la pantalla de La rosa púrpura de El Cairo, y contarnos el mundo bidimensional que había dentro, pero la tortura en tiempos de Videla era un mundo real en tres dimensiones.

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