lunes, 22 de febrero de 2010

El artista que no amaba a los judíos

Claro que el artista puede hacer lo que quiera, el arte es el reino de la libertad, aunque si miramos hacia atrás muchas obras del pasado estuvieron al servicio del poder, incluso se elevaron sobre los hombros de esclavos. Pero en la tierra de los hombres libres, cualquier obra sospechosa de parcialidad o de falsedad queda de inmediato devaluada, principalmente porque pierde el aroma del arte puro, esa dificultad para atrapar el significado, ese reto a la inteligencia del hombre libre.

 Sin duda, el pelotazo de la presente feria de ARCO ha sido la escultura Starway to Heaven de Eugenio Merino. Es una escultura potente, compuesta por elementos duros, con un simbolismo marcado, reconocible -las vestimentas o disfraces, los libros sagrados, la verticalidad, la sumisión, el momento que mejor define la religiosidad, la oración- combinados con otros ambiguos: ¿están estos tres personajes amigablemente unidos en el mismo espacio, representando a religiones tan opuestas, tan enemigas, o por el contrario se establece una jerarquía histórica y política, en la que unos dominan y otros son pisoteados? ¿Están unidos por un ritual común o están encadenados y entonces el espacio compartido es una excusa para ocultar o disimular el dominio y la sumisión?

Si la ambigüedad pudiera mantenerse y las interpretaciones más contradictorias por tanto pudiesen alternar sin problemas estaríamos ante una obra maestra, ante un icono perdurable. Quizá haya que recurrir al contexto para decantarse por una cosa u otra. Por ejemplo la forma tan diferente como representantes de las religiones implicadas han acogido dicha escultura. También el modo como periodistas o críticos de arte disuelven, a su pesar, la supuesta polisemia, es decir, su valor artístico, al intentar desviar el objetivo político del artista, Israel, hacia un supuesto exceso de celo de judíos e israelitas que en seguida verían antisemistismo allí donde no lo hay -¿Habla Israel en nombre de los judíos? O quizá sea el propio artista el que con las otras obras que presenta en el certamen reduzca drásticamente las interpretaciones posibles -véase esa menorá o candelabro de los siete brazos sustentada por la ametralladora israelí Uzi-, con lo que parece quedar claro que estamos no ante un objeto artístico sino ante una acción de agit pro. Lo obsceno del asunto es que la pureza del artista le impida salir a explicarse -cosa que tampoco necesita ante las evidencias- y que en su lugar hablen otros, diciendo que no, que no es lo que parece.

Y una segunda constatación. La cobardía de esta gente que siempre alancean moros muertos y nunca se enfrentan -no hacen obras valientes- a quien pueda suponer algún riesgo a su tranquilidad de inmaculados artistas. Los artistas españoles de los últimos cincuenta años, con contadas excepciones, han sido unos cobardes: el terrorismo etarra o el islámico nunca han estado entre sus temas de meditación. Igualito que Kurt Westergaard, el caricaturista danés autor de la viñeta de Mahoma.
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