martes, 19 de enero de 2010

Siento más silencio, más distanciamiento (Lo de Vic)


Las cosas no se sabe cómo comienzan, aunque muchas veces hemos visto cómo acaban.

Hablan los inmigrantes, después de que el Ayuntamiento de Vic decidiera vetar el empadronamiento a los sin papeles,

Siento más silencio, más distanciamiento. Antes no suponíamos un peligro pero ahora entre el mensaje hipócrita de Anglada y la crisis las cosas han cambiado. 
De esa época recuerdo las miradas. [Laila Karrouch llegó a Vic con su madre desde el rifeño Nador. Era 1985 y tenía 8 años, los mismos que su padre llevaba en Vic.] No sabía el idioma y era como si no tuviera el sentido del oído. Miradas que eran como un escáner, que se fijaban en tus ojos, tu forma de vestir... Éramos gente rara pero no nos veían como un problema, sólo como gente que había venido a comer, a buscar trabajo. La población inmigrante en aquel entonces era escasa.
Esto otro se lo cuentan a Félix de Azúa, sobre lo que sucedió en los Balcanes:
Días antes del estallido de la guerra el grupo de la Universidad se reunía sin saber si uno era bosnio, croata el otro, montenegrino un tercero. Y si acaso se sabía, sólo se comentaba con aquella retranca de las peculiaridades regionales que hacían más simpático al recién llegado y más fácil de acoger.
Algunos estudiantes que habían compartido pensión o incluso cuarto de alquiler, gente amable, jaranera, compañeros perfectos y entrañables de juergas y amoríos, se transformaron en cosa de días y se acusaban los unos a los otros de asesinos, psicópatas, o peor aún, de gente con una identidad racial, nacional o religiosa despreciable, inferior, anormal, impropia. Era como soñar una pesadilla ajena. Desde fuera se constataba el súbito ataque de locura, la furia que infectaba como la peste a todo el mundo con una velocidad demoníaca, pero desde dentro se había producido una inexplicable ceguera que impedía ver a otros humanos como humanos
A los pocos días (de estallada la guerra), sin embargo, cuando se reunían como era habitual en el bar de la Facultad de Belgrado y tras constatar mi amigo que faltaban dos o tres de la peña y preguntar por ellos, caía un silencio agobiante hasta que alguien justificaba crispadamente que los desaparecidos eran croatas o albaneses y que estarían escondidos de pura vergüenza o habrían regresado a sus madrigueras. En realidad estaban muertos, pero eso no sería público hasta al cabo de unos meses, cuando los delirantes cabecillas de la guerra se hartaran de beber sangre humana y cantaran borrachos los himnos de la supremacía nacional.

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