sábado, 16 de enero de 2010

La cinta blanca


 Si uno se deja deslumbrar sale del cine tentado a proclamar que ha visto una obra maestra. Michael Haneke no puede evitar el exceso. Es un cineasta que quiere dejar huella, que siempre quiere impactar en el espectador. Unas veces por medio de la violencia física, otras por la psicológica o por la combinación de ambas. En su última película, La cinta blanca, el molde que usa para impresionar es el del clasicismo cinematográfico. Hay muchas pelis que le sirven de modelo o con las que podría emparentar, por ejemplo, la lentitud expositiva de Dreyer (La palabra), el universo cerrado deShyamalan ( El bosque), el retorcimiento psicológico de Suspense de Jack Clayton (Otra vuelta de tuerca) o la perversa ambivalencia moral del Robert Mitchum de La noche del cazador.

Sin embargo, a Haneke le pierde el exceso de ambición. No sólo quiere ser un clásico del cine, también ambiciona explicar el funcionamiento de la sociedad. Y ya puestos, la propia historia. Es el caso de La cinta blanca. La voz en off de uno de los personajes, el maestro, reconstruye la historia de un pueblo alemán en los albores de la Primera Guerra Mundial, un mundo cerrado dominado por un luteranismo tan estricto y asfisiante que los personajes que lo sufren han de buscar vías de escape. Es un cine explicativo que no se conforma con trazar retratos de mórbidas psicologías, sino que pretende explicar por qué Alemania fue lo que fue en la primera mitad del siglo XX. Para reforzar su didactismo, la exposición es en blanco y negro, adoptando las formas del documental, sin renunciar al expresionismo en el que el blanco y el negro, como la propia cinta blanca del título, se convierten en símbolos de la inocencia y de la maldad. Aunque Haneke no renuncia a la emotividad -no niego su maestría en muchas de las escenas, por ejemplo el diálogo sobre la muerte entre dos hermanos o la escena del enamoramiento del narrador- la narración llega muchas veces a la truculencia, hasta un punto de intensidad insoportable, como si el espectador necesitase ser golpeado para que entendiese de una vez.

Bajo la apariencia del clasicismo formal se muestra un mundo salvaje y perverso: agresividad sobre niños, abusos dentro de la familia, muertes, violencia verbal extrema. Sin embargo no parece que la estructura de la personalidad, mucho menos de los sucesos históricos -como si aquella época, la belle èpoque se redujese a ese blanco y negro simplificador-, se deba a una sola variable, pero Haneke es peligrosamente reduccionista. El arte, el cine, la literatura lo son, es comprensible que lo sean, pero los artistas en general son conscientes de ello y renuncian a ser psicólogos o historiadores, ofreciendo en cambio trazos impresionistas, sugerencias que pueden ser interpretados de diversas maneras, cosa que no sucede con Haneke.

1 comentario:

Puigmalet dijo...

De les ja bastantes pel·lis seves que he vist crec és una de les més captivadores visualment, així com una de les que menys fa pensar (tot i que ho fa). I com és de les menys dures que ha fet, encara s'emportarà l'estatueta.