lunes, 25 de enero de 2010

Fellini, ocho y medio (8½)


Repaso Otto e mezzo (8½) de Fellini y me asombra la creatividad de aquellos años. A los artistas todo les estaba permitido, se lanzaban sin miedo tobogán abajo, su creatividad era desbordante. Rosellini, Pasolini, Visconti, Buñuel, Berlanga, luego los franceses de la Nouvelle Vague. Lo mismo en las demás artes. También el público iba al cine o a cualquier otra manifestación artística buscando la novedad. Muchas veces a lo largo de la historia ha sido así, periodos de creatividad y periodos de sequía. Necesitamos que las cosas comiencen de nuevo.

Volver a Fellini no sólo es acudir al placer que el cine nos proporcionaba antaño, es volver a la fuente dónde tantos han abrevado. Almodóvar, por ejemplo, está ahí, en el diseño de los objetos que decoran las escenas, en el plató que se convierte en  pasarela para mostrar el espíritu de la época, en esa habilidad para exhibir la espuma de los días. También en la fragilidad del guión. Cómo se deleitaba y como nos deleita Fellini haciendo pasar una y otra vez a sus personajes delante de la cámara al son de la maravillosa música de Nino Rota. Guapos y feos, atléticos y raros, cardenales y mendigos, una lista interminable de mujeres. No se puede decir que en ambos no haya profundidad, que no vayan al fondo de las cosas, sino más bien que la superficie es el fondo. En David Lynch y los personajes raros, poco convencionales, en las escenas oníricas (Terciopelo azul, Twin Peaks, Mulholland Drive), en Coppola y el diseño operístico de las secuencias, cada una de ellas montada como un gran número musical, donde los personajes son como marionetas al servicio de la idea central (La Luna, Los sucesivos Padrinos, Corazonada, Cotton Club). Tantos otros. Pero es que la sorpresa es mayúscula cuando uno ve a Mastroiani con sombrero y látigo fustigando a sus mujeres al son de la cabalgata de la valkiria (1963). Efectivamente, Indiana Jones (1981).

Fellini después de tanto tiempo no me ha aburrido como temía recordando sus últimas películas. Me ha alborozado, con la sonrisa en los labios durante los 140 minutos de metraje, más que cuando lo descubrí por vez primera.
El musical de Broadway, Nine, ya estaba ahí, en ese conjunto de secuencias concebidas como un cantabile, ese lento y animado fluir de los personajes sobre la escena, ese inegenuo optimismo de la época, ahora tan difícil de conseguir.

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