miércoles, 28 de octubre de 2009

La chirimoya



No hace falta que la comida sea copiosa, ni excesivamente relajada. Viene bien, es cierto, que haya carne, que esta sea regada por un buen tinto, a ser posible de la ribera del Duero y que se haga pausa entre plato y plato. También conviene dejar el café para el final, para cuando todo haya pasado. Para consumirlo, se deja que el fruto, acorazonado alcanza su perfección, madure en la frutera. No importa que en su piel verde oscura aparezcan señales de putrefacción. Se parte en dos de un tajo certero, de modo que pueda compartirse mitad por mitad con el compañero de mesa. A uno de los dos le corresponde el huso rosado, alargado y cónico, el otro contempla el limpio lametón que absorbe la pulpa blanca que lo rodea. Es necesaria la concentración de la mirada, la dirección del cuerpo entero, hacia la cucharilla que ahueca la carnosa textura, blanca y cremosa que puede llegar hasta la licuefacción, detenerse en los sabores que llegan del trópico, piña, mango, separar con la lengua las negras semillas, escupirlas con tino en la superficie del plato, pues parte de la magia es la música que se produce en la loza. El acto es breve pero para que sea exitoso requiere intensa atención, el cuerpo ligeramente encorvado, en las papilas, abiertas a los ojos y oídos, siguiendo el ritmo que las pepitas van creando, una y otra vez la cuchara en la boca, la pulpa desapareciendo garganta abajo, las pepitas brillantes golpeando el fondo del plato.
Dejar la delgadísima cáscara rebañada cual corteza traslúcida, incorporarse sobre el respaldo de la silla y dejar que los brazos caigan a lo largo, pocos placeres tan breves son comparables.

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